La Navidad en nuestros días

Desde hace varios días, estoy enfrascado en la lectura de El reino, de Emmanuel Carrère, una peculiar crónica de los primeros días del cristianismo; las batallas de Pablo y Pedro por crear una Iglesia y una doctrina, de la manera en que la interpretación y la convivencia fueron obligando a reinterpretar enseñanzas, a situar en tierra lo que parecía ser sólo celestial. En estos días de Navidad, me doy cuenta de que todo en la vida es reinterpretarnos, reinventarnos, para que nuestras ideas nos sigan siendo útiles y el sentido de las cosas no se nos escape como agua que corre por la historia.

La Navidad es, sobre todo, una fiesta cristiana; al cabo de los siglos lo sigue siendo, pero es también mucho más que eso, es una especie de celebración de los valores humanos que consideramos más cálidos, más queridos, los que nos parecen más próximos. Se trata de una forma de retorno a la inocencia de la infancia, a ese momento privilegiado de la vida en que todo está por hacerse y todo es posible. La Navidad es así, la fiesta universal de la esperanza en la especie humana. Esta capacidad de nuestra cultura de reinterpretarnos hace que veamos en el pasado aquello que nos gustaría conservar, incluso que nos hace dar, como ciertas cosas que sólo habitaron en nuestro deseo; nunca ha habido tiempos de paz y armonía, la guerra ha sido una constante en la historia humana y no ha habido año alguno en que la humanidad esté exenta de conflictos, pero pensamos en la Navidad como en la época de la Paz, la tregua, el perdón y el olvido.

Así, me reta la idea de proclamar una especie de Navidad histórica; que pensemos nuestro país como en una ilusión posible, que pensáramos más en términos de igualdad que de beneficio económico; que el desarrollo lo pensáramos más en términos de abatimiento de la pobreza que en índices de crecimiento de las grandes empresas, que democracia fuera participación ciudadana y no triunfos electorales; que le diéramos tiempo y voz a nuestras semejanzas para empecinarnos menos en nuestras diferencias. Que viéramos en cada mexicano, sin importar su origen, una oportunidad de diálogo y no un escalón de nuestro antiguo y sobreviviente sistema racista de castas.

Me paseo por el viejo mercado de Coyoacán, está lleno de las tradicionales figuritas de nacimiento, los corderitos, los pastores, el ermitaño y, en fin, cada uno de los personajes de nuestra particular mitología de la época; ahí están presentes también los adornos del arbolito, las series de focos de colores, las esferas y las diez mil chucherías de moda; mientras recuerdo las antiguas posadas de mi infancia, me pregunto dónde está en realidad la tradicional Navidad mexicana, mi hija se acerca y me abraza, mi mujer y mi hijo buscan velas de colores y yo ahí caigo en cuenta de que el sentido de nuestra Navidad sigue presente en las maneras que acogemos la convivencia, nuestro deseo de compartir y la apertura de nuestras puertas a los amigos y familiares; que los formatos son lo de menos, pues el tiempo nos modifica, nos transforma y hace que cambiemos nuestras expectativas y la visión del mañana. Si vivimos ahora estas navidades enriquecidas por las tradiciones de otras latitudes y abrillantadas por el deseo profundo de la paz y el encuentro; porque entonces nos da tanto miedo imaginarnos en un México con valores que, rescatados de nuestra tradición, se presentan con el rostro de nuevas necesidades; seamos sinceros, la polarización y el desencuentro son rostros del miedo, de aquello a lo que es necesario renunciar para, todos juntos, crear mejores expectativas de mañana.

La Navidad, además, es una fiesta de Natividad, representa una posibilidad absoluta; la idea de que la grandeza, la bondad y la generosidad vienen en la persona de un recién nacido; propone la expectativa de que todo es posible y que ese niño, que es nuestra esperanza, puede crecer si lo cuidamos y lo protegemos; ése es mi deseo, que cuidemos y protejamos nuestras esperanzas, que defendamos nuestros derechos y nuestros espacios pensando que debemos ejercerlos en concordia con los derechos y espacios de los demás, que este tiempo sea de deseos compartidos, que consideremos en nuestros sueños a los que la historia ha ido haciendo a un lado.

En mi infancia, decir Navidad era hablar de momentos fuera del tiempo, era hablar de una noche que deseábamos eterna, era el calor de los padres y el abrazo de los hermanos; era, en fin, creer, con fe verdadera, que a la mañana siguiente los deseos se habrían cumplido para todos. Deseo, con fe verdadera, que todo esto sea verdad para todos ustedes. Feliz Navidad.

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