Ismaíl Kadaré helado en la nieve

Me odiarás por ser el otro, ni siquiera por ser distinto, por haber nacido en el espacio que heredaste de tus ancestros y al que los míos llegaron hace apenas 600 años. Tu odio no tendrá palabras, sabrá aguardar, agazapado durante décadas, siglos y saltará a mi ...

Me odiarás por ser el otro, ni siquiera por ser distinto, por haber nacido en el espacio que heredaste de tus ancestros y al que los míos llegaron hace apenas 600 años. Tu odio no tendrá palabras, sabrá aguardar, agazapado durante décadas, siglos y saltará a mi cuello cuando lo encuentre oportuno, quizás en la noche en que me esté prohibido echar llave a la puerta de mi casa.

El 1 de abril de 1981 el ejército yugoslavo abrió fuego contra los manifestantes  albaneses que exigían libertades dentro del marco federal de la república. Se trató de un castigo ejemplar para quien quisiera manifestarse contra la dominación cultural, política y religiosa. Esa noche, los médicos del hospital central de Pristina reciben más emergencias de lo habitual; la jefa de cirugía, la Dra. Shkreli, ordena que sean operados cientos de heridos con extrañas heridas, extraen balas de distinto calibre de las que habitualmente se encuentran en un pleito de borrachos, ordena desaparecer los registros de las operaciones, entregar los cadáveres a los amigos y familiares; en fin, lo que cualquier médico haría en circunstancias similares. Por ello será juzgada; la ignominia de ser sometida a proceso por ser un médico que atendió moribundos sin preguntarles las causas de sus heridas es suficiente para avergonzarla.

Ismaíl Kadaré narra en El cortejo nupcial helado en la nieve varias historias de amor: la de Teuta Shkreli, por su marido, el poeta Martin Shkreli; la de Sphend Brezftoht, albanés, y Mladenka Marcovic, serbia, ambos, alumnos suyos, ambos, enamorados. Él, con el pecho desgarrado por los tanques, ella, perdida en el bosque buscando la tumba de su novio, el amor imposible de Serbia y Albania, el amor atormentado de los albaneses por Kosovo.

Un ser humano puede odiar a quien le ha robado sus pertenencias; es irracional, pero es posible. Un hombre puede odiar a otro por pensar diferente; es absurdo, pero es posible. No es posible que un grupo humano odie a otro, eso va más allá de lo irracional y de lo absurdo. Cuando sucede, hay alguien azuzando el desprecio y el odio, hay alguien que gana enconando las diferencias y exhibiendo los defectos. Por eso no necesitamos comprender nada cuando vemos a Otelo estrangular a Desdémona, podemos compadecerlo o reprobarlo, pero no hacen falta marcos teóricos ni esquemas discursivos; por eso fue necesario desarrollar largas y complicadas teorías para exponer el odio de los nazis por los judíos; por eso fueron necesarias las horas que Teuta Shkreli pasó frente al tribunal del Partido Comunista de Yugoslavia para explicarle por qué un médico serbio no puede atender a un herido albanés.

Entre los asistentes al juicio se encuentran algunos informantes del gobierno que asisten, conmovidos hasta las lágrimas, a su propia resurrección; entre las medidas que se tomaron en las horas posteriores a la matanza de Pristina, se encontraban dos que nos estremecen: la reapertura de los expedientes personales de los procesos contra la oposición en 1968; esto es la revivificación de la red de soplones e informantes de un régimen ávido de sangre y de silencio; la segunda es todavía más macabra: “Ella se disponía a seguirle hasta el dormitorio, pero algo la obligó a detenerse. Acababa de acordarse del decreto emitido hacía tres días que prohibía mantener las puertas cerradas con llave durante la noche”.

Hace algunos años un diario obsequió a sus suscriptores con un libro excepcional: El diario de Zlata, niña y adolescente en la guerra yugoslava. Entonces hacía mi tesis de licenciatura sobre los derechos de las minorías; pensé que el texto podría serme de alguna utilidad y lo leí en una sola noche alucinante; del mismo modo en que me enamoraba de las mujeres de los libros de Cortázar, amé a Zlata Filipovic. Amé a Zlata por su sonrisa inocente, pero sobre todo la amé porque me demostró que mi tesis de licenciatura eran palabras que describían las posibilidades del odio, mientras sus silencios afirmaban la posibilidad de amar la vida, pese a todo.

                *Profesor e Investigador. UNAM

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