Hubo alguna vez un lugar

• La pandemia, loca y descontrolada, nos va colmando de fantasmas, de lugares así de los que tendremos que decir “hubo alguna vez un lugar”.

Aquí vamos de nuevo, a vencer el miedo y a combatir la necesidad; el semáforo que más parece serie de árbol navideño nos indica que podemos ir resucitando del último encierro, que abren ya algunas actividades económicas y que hay que seguirnos cuidando; he tenido que salir y saltan a la vista los negocios que estuvieron ahí durante décadas y ahora han desaparecido, nos anuncian la necesidad de reinventarnos y conservar su memoria.

Fui a visitar a mi diabetólogo; la consulta me ha dejado tranquilo, se trata de un viejo amigo, nos conocimos en 1978; el doctor Jorge Víctor Yamamoto se convirtió en un referente de su especialidad y su ciencia, heredó de su padre el trato humano, la mirada sutil y reconfortante, la mano sincera y es que su padre, el ingeniero Gilberto Yamamoto, dedicó su vida y su conocimiento a crear y mantener durante décadas la que fuera la primera escuela de oratoria y que entonces se llamaba “superación personal”, que hubo en el México contemporáneo; se trató del Colegio Nacional de Pentathletas, que tuvo una vida larga y fructífera en la calle de Río Amazonas 17, Colonia Cuauhtémoc.

Su padre sostuvo el colegio hasta el día en que fue llamado donde los muchos; el colegio ya no fue posible porque se trataba, como en los talleres del artesano, de una emanación de la personalidad del maestro. Ahí aprendí a escribir mis primeros discursos, a vencer el miedo a hablar en público, en otras palabras y a tantos años vista, a ganarme la vida.

El local del colegio, la augusta casona de Río Amazonas está vacía, en la fachada luce como cicatriz la sombra del cartel que anunciaba los cursos, se ha vuelto un fantasma, una puerta al pasado; hubo alguna vez un lugar que al que llamábamos Conape y que hora sólo vive en la memoria de quienes lo experimentamos.

La pandemia, loca y descontrolada, nos va colmando de fantasmas, de lugares así de los que tendremos que decir “hubo alguna vez un lugar”, y ello nos lleva a pensar en la metáfora de los espacios que nunca quedan vacíos, que siempre se vuelven a ocupar, a llenar de vida; en mi charla semanal con un grupo de niños y adolescentes con los que he emprendido un curso de iniciación a la lectura hemos tenido que tocar el tema de la igualdad de género, son más ellas que ellos y hablábamos de mujeres sometidas y agredidas por escribir, como Virginia Woolf, de otras que fueron silenciadas y relegadas de los lugares que les corresponderían en legítimo derecho, como Maria Luisa La China Mendoza, que ocupó estas mismas columnas por décadas.

Reflexionaba con los chicos que no somos culpables los hombres de la situación que nos entregaron, pero sí lo somos, si no renunciamos a ella; que los adolescentes blancos en los años cincuenta y sesenta en Estados Unidos no eran culpables de la segregación que heredaron, pero se hacían cómplices cuando no se negaban a renunciar a esos privilegios; no soy culpable del Holocausto, pero sí soy cómplice cuando niego la historia y difundo o replico mensajes de odio, exclusión y prejuicio. En el fondo, todo se reduce a la necesidad social e individual de ocupar los espacios que nos corresponden, renunciar a los que usurpamos por herencia o que ilegítimamente nos fueron legados.

Y estaba yo en estas reflexiones cuando el noticiario me muestra un legislador en Aguascalientes negando el derecho soberano de las mujeres sobre su cuerpo, con un discurso mal hecho, majadero, con albures y referencias sexuales machistas explícitas, con señas incluidas, entonces sé que tengo razón, que no ando tan perdido y que, además, hay que añadir un corolario, los ciudadanos no sólo debemos ocupar el lugar que nos corresponde, sino cuidar de poner en su lugar a toda la pandilla de vividores que, haciéndose pasar por políticos profesionales, están usurpando los espacios que, en lógica y justicia, nos corresponden.

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