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Después del año terrible

César Benedicto Callejas

César Benedicto Callejas

Se terminó el año terrible, de contradicciones y de pruebas; se terminó como si no hubiera acabado y el encierro en que nos hemos visto de nuevo da un aire de irrealidad porque estamos demasiado preocupados en no enfermar, no contagiar y, como se va pudiendo, seguir llevando el pan a la mesa; estas semanas y meses nos han obligado a reflexionar, a reencontrarnos con nuestro carácter y nuestra identidad. Entendimos que hay un enfrentamiento entre la ley y la vida cotidiana, aquel abigarrado conjunto de leyes, decretos, reglamentos que han invadido todas las actividades de los ciudadanos, sometiéndolos y creando el vestuario más democrático con que el autoritarismo puede disfrazarse, que nos mantiene en una tensión permanente entre la obediencia a la ley, que deseamos sin pasión ni convencimiento y la necesidad de violar el orden para sobrevivir en el mundo real, sobre todo porque no vemos el ejemplo en nuestras élites políticas, económicas ni en la muy alta burocracia; descubrimos que lo necesario es recuperar la salud quebrantada, la física y la espiritual, añoramos pocas reglas, sencillas y contundentes; que sean, si no indulgentes, al menos sí comprensivas de la realidad y de la condición humana e histórica que estamos viviendo, pero que en su aplicación sean implacables para todos.

Necesitamos saber si de la muerte y del dolor todavía podemos construir una sociedad armónica, porque la hemos pagado al precio de la destrucción, la enfermedad y el crimen, en éste y en gobiernos anteriores; nos enfrentamos al uso extensivo de la tecnología, presente siempre, en todo momento y en toda actividad, que logró incorporarse a la vida de manera que ya no puede percibirse, pues pareció romper, al fin, la disyuntiva entre libertad y control, cuando todos estamos sometidos a una vigilancia tan plena como sutil que casi no puede sentirse; sin embargo, la sociedad sigue resistiendo y nos organizamos y hacemos lo que podemos, mantenemos viva la vida cultural, las redes rebosan de sus ofertas y de sus esfuerzos, lo mismo en el campo y lo mismo en la educación, porque nos está costando tanto trabajo confiar en la autoridad porque vivimos en un país fatigado que apenas da la apariencia de un orden que todos necesitamos.

Esperábamos una redefinición del gobierno, de la vida política, la seguimos esperando; es cierto que aspirábamos a un Estado en el que el gobierno fuera algo más que un administrador, un capataz apenas, pero no un padre que no ha logrado aún cumplir el más elemental de sus deberes, el de protegernos; sin embargo, esto que percibimos en la tierra y en el idioma, en la tradición y en la identidad, es aquello que sí puede exigir cualquier sacrificio y no los partidos que ya comenzaron a tirarse piedras, no para ofrecer, sino para señalar cuál de ellos nos ha hecho más daño.

Caemos en cuenta de que el control político en el México anterior a la pandemia se ha debido, en parte, a su confusión frecuente y no pocas veces deliberada entre igualdad y justicia, donde la primera es siempre postergada en aras de alcanzar la segunda, que, por su parte, nunca llega y en esa doble falsa búsqueda se construyen las más camaleónicas ideologías; su poca duración y su sucesión, a veces disparatada, ha generado un núcleo duro en la mexicanidad que poco o nada podía tener que ver con gobiernos o proyectos de Estado, sino que se ha gestado durante siglos como una especie de resistencia frente a un entorno físico, geográfico y político que se empecinaba en mostrarse adverso. Es a esa capacidad de resistir y permanecer a la que confío que el año que comienza nos abra las puertas de la paz, la esperanza y, de nuevo, la alegría.

Yo no sé si las alianzas de partidos se lo estén tomando en serio, si de verdad creen que descubrir quién de ellos ha resultado la peor opción presente o pasada es la menos mala para nuestro futuro y es que en la pandemia todos leímos un poco más y no sólo textos, sino el mundo, y nos hemos dado cuenta de que la historia que nos van contando los actores políticos sólo ha logrado que los ciudadanos nos busquemos unos a otros, que nos abracemos a la distancia y vayamos contándonos una narrativa que los políticos no quieren o no alcanzan a entender.

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