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Buen viaje, maestro Toledo

César Benedicto Callejas

César Benedicto Callejas

 

Una vez, creo que ya lo he contado aquí mismo, Ernesto Cardenal me dijo que la poesía revolucionaria, para serlo, primero tenía que ser de veras poesía. Cuando me enteré de la noticia sobre el fallecimiento de Francisco Toledo fue lo primero que me vino a la mente: el arte es revolucionario no por sus consignas, sino por ser en realidad arte y por la intención que lo anima.

El arte es revolucionario cuando es provocador. El arte es revolucionario cuando es sincero. El arte, cuando lo hacía Toledo, era revolucionario.

No siempre fue viejo, desde luego; imagino que alguna vez fue un niño inquieto y observador en Juchitán, mirando los grillos y las montañas; sé que alguna vez también fue un joven talentoso empeñado en sacarle a las superficies, a punta de buril, la imagen que ocultaban y que él ya había visto, pero para mí, pobre de mí que nomás alcanzo a tener visiones parciales del mundo que me toca.

Toledo es un viejo maravilloso, de esos que la imaginación de mi sentido nacional me labra, del color de mi tierra, mejor aún hecho de la misma arcilla que, maldita sea, ahora tengo que buscar como pieza de arte porque todo se ha cubierto de plástico.

Un viejo maravilloso que me regaló unos minutos de plática sólo una vez en mi vida, pero que con esto tuve para agradecérselo el montón de minutos que todavía me faltarán por vivir.

El viejo fantástico con los cabellos revoloteándole mientras eleva un papalote con el rostro de un desaparecido, con la desesperación del que protesta, pero con la alegría del niño que fue, que dejó de ser, pero que volvía cuando estaba creando.

El viejo necio que vendía su arte y que se daba el lujo de decirle a las burguesías ridículas y casposas, lo que en realidad eran, que por sus pantalones no se ponía un McDonalds en el Zócalo de Oaxaca, y no es que tuviera algo de malo vender hamburguesas para turistas, pero no en uno de los lugares más hermosos del mundo, y no en uno de los espacios más llenos de arte y de intención en el planeta.

Y se fue así, viejo fantástico como el cerro de mi pueblo que está en Hidalgo y que me gusta comparar con el Ajusco que se puede ver desde mi ventana, fantástico, en fin, porque él era todos los cerros de mi país, con sus sequías y su reverdecer, con su paz y su ruido, con su fuego y su poesía.

Ahora les llamamos activistas y claro, el nombre es lo de menos, para quienes venimos de los restos de la guerra fría, para quienes los discursos de izquierda no nos sacan ronchas, pues qué mejor que oírlos todos, es mejor llamarlo como lo que en realidad era: un revolucionario.
Porque, vamos a ver, qué hay más revolucionario que poner un centro cultural donde los creadores encontraban espacios para hacer lo que su creatividad, su ciencia y su arte les dictaba sin que tuvieran que pagar un centavo por ello; qué más revolucionario que donar una biblioteca personal, personalísima, para uso público y general, donde el único requisito de uso era la curiosidad y las ganas de abrir los tomos.

Ningún discurso y ninguna ideología es más revolucionaria que regalar las palabras que ilustran a quien quiere escucharlas.
Había revolución en sus imágenes porque seguían siendo las nuestras y no lo eran al mismo tiempo, porque se alejaba del lugar común y del cliché de lo mexicano de estampita septembrina para entrar con ganas, de verdad, a la entraña de lo nuestro, a esas imágenes que nos persiguen desde antes de ser nosotros como Patria, a esos colores que nos dicen cosas antes de formar imágenes; revolucionario porque se resistía a dejar de ser lo que somos, a lo que estamos destinados como la dulce fatalidad –la de lo irremediable, lo que es porque así es y no porque sea malo, fatal más no dramático– de ser mexicanos de cuerpo entero, pero entraba en diálogo con el mundo, recogía lo que nos enriquecía e ironizaba con esa sonrisita que sólo nuestra gente del campo puede esbozar, aquellas cosas del extranjero que sin digerir ni procesar quieren que parezcamos el Nueva York región IV o el París de petatiux.

No me queda duda. Toledo y su arte son y serán revolucionarios, de esa revolución humana que nunca, jamás, nos cansamos de apreciar y participar.

Buen viaje, maestro Toledo.

 

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