¡Ay, mi Caifán Mayor!
Ya no tuvo tiempo para una parodia política sobre la iniciativa del presupuesto,me habría gustado oírlo, porque el Gran Caifán tenía una virtud que se nos olvidacon frecuencia, el hombre no era un político, era un ciudadano; no era sólo un activista, era un artista, un creador.
Pongo La llorona, en voz de Óscar Chávez, la escucho casi con reverencia y mi mente sale volando y corre por la Ciudad Universitaria, el Frente del Jarama, Chiapas e Hidalgo, Morelos y los barrios ancestrales de la Ciudad de México, a lugares y momentos que sólo viví por su voz. Y me siento triste, apagado. El Caifán Mayor se fue, así nomás, como pasa en estos casos de las epidemias, de pronto, en medio de la vorágine de otras noticias. Y nos quedamos con la palabra en la boca, discutiendo a bofetones si las cifras son ciertas, si son parciales, si debemos contrastarlas y nos desentrañamos con las manos por no caer en la desesperación de quienes van y rompen puertas de hospitales para buscar a sus enfermos y encontrar muertos. La situación da para esto y no es culpa sino de la información que en esta era en que todo corre, se va deslizando por mil vericuetos que no alcanza con pureza los oídos de quien debe recibirla.
Chávez, uno de los últimos mohicanos de aquella época en que cantar el Corrido del gorila prieto era de verdad jugársela; recuperó los sones de la costa y la montaña, las canciones infantiles de la sierra de Hidalgo, eso era el acto sensible y heroico de mantener viva la memoria. Hablaba poco y sustancioso, trabajó años y años libre de que le dijeran qué grabar para que se vendiera, qué no grabar para que no ofendiera y nos devolvió canciones dulces, como La niña de Guatemala, la que se murió de amor, en un país que se muere y se muere siempre de desamor y de olvido.
Ya no tuvo tiempo para una parodia política sobre la iniciativa del presupuesto, me habría gustado oírlo, porque el Gran Caifán tenía una virtud que se nos olvida con frecuencia, el hombre no era un político, era un ciudadano; no era sólo un activista, era un artista, un creador. “¿Que de dónde amigo vengo?, de una casita que tengo allá por el Pedregal…”, me remite a mi infancia, a los primeros días de mi adolescencia, donde aquel barrio era el de los misteriosos políticos que Chávez denunciaba con ácido humor, ahora que es el barrio de los guaruras que ocupan las banquetas para que los peatones toreen los coches y de las casas abandonadas por las familias que ya no pudieron mantenerlas y las de los narcos que luego se anuncian como remates jugosos en simpáticas subastas; pero el hecho está ahí, el juego que nos parecía inocente y que nos fue minando, que pensábamos que era lo normal, que creíamos que estaba bien que se robaran las arcas siempre y cuando salpicaran tantito a los que los rodeaban.
Y es que la pandemia, el bicho como le hemos llamado ya popularmente, no discrimina, contagia secretarías de Estado y también directores de organismos desconcentrados, senadores y gobernadores; pero también policías y académicos, también muchos médicos, enfermeras, doctoras y camilleros, ellos que son nuestro capital más valioso y que sufren los ataques de burros e ignorantes sin que les ponga un alto quien debe; la pandemia nos va dando interesantes lecciones; por ejemplo, yo no sé por qué, si estuvo tan lindo, tan sentido el diálogo con los niños, por qué no se hace uno igual de franco y abierto con los matemáticos que dicen que los cálculos no son correctos y yo no sé, lo digo con leal franqueza, cuál luz al final del túnel cuando, al mismo momento, me caen noticias verificadas de hospitales llenos, de muertos que se acumulan. Vaya, si es cosa de transparentar, de que sepamos con precisión a qué atenernos.
No se me va a olvidar Óscar Chávez ni José Emilio Pacheco o Monsiváis, porque son el México que me tocó vivir, la identidad que aprendí y que me enorgullece y son los que levantaban la mano para decir por dónde no iba la cosa; tampoco Carlos Fuentes, Juan Soriano, porque del discurso oficial no he visto sino un larguísimo desgaste, con perlitas perdidas como Colosio en el Monumento a la Revolución, pero eso sí, lo que no se me va a olvidar es que al otro día de la noticia de la muerte del Gran Caifán me serví un tequila y puse su versión de Obsesión y me puse a leer Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco. Y me di cuenta de que tenemos mucho para salir de ésta y de las que vengan. Ahí nos vemos, mi Gran Caifán, gracias, que la tierra te sea leve y la eternidad dulce.
