Armas blancas
• De Reyes, debo decir, tomo su inteligencia y su moderación, su humor y su capacidad de observación.
A Alfonso Reyes lo descubrí leyendo a Jorge Luis Borges, quien decía que para acercarse a las letras iberoamericanas se debía comenzar por el mexicano. Si Borges se expresaba así de Reyes, entonces había que leerlo. Lo hice y lo sigo haciendo. Amable lector, hay tres tipos de escritores: los que leemos y luego, si te vi, no me acuerdo; los que leemos y respetamos, pero que sólo ocasionalmente nos vienen a mientes; y aquellos otros, no los mejores sino los entrañables, a los que cargamos como los romanos lo hacían con sus espíritus protectores. Así cargo en mi bolsillo de lector a Reyes, a Fuentes, a Balzac, a Albert Cohen, a Joseph Roth y a Max Aub.
De Reyes, debo decir, tomo su inteligencia y su moderación, su humor y su capacidad de observación, decía don Alfonso que la palabra era como un cuchillo que lo mismo sirve para labrar un santo de madera que para destripar a un vecino —sí, lo sé, ya debo haber parafraseado la línea antes—, pero es que ahora me parece más que oportuna.
Andamos muy perdidos, como puestos a prueba, en uno de esos momentos en que uno despierta de una noche larga y difícil, en un cuarto de hotel, en otra ciudad, en otro país y al abrir los ojos uno se pregunta: ¿dónde demonios me he metido? Desde luego, es una desagradable sensación que dura unos segundos y luego la razón abre las puertas del negocio, nos ubica y ya estamos listos a dar la batalla por un día más. Esa capacidad de Reyes de ubicarme en la razón es lo que más respeto de sus letras. Y lo traigo a cuenta porque todos debemos reconocer que la carnicería se nos está yendo de las manos, no estamos haciendo honor a la libertad a la que nos debemos, nos empeñamos en lanzarnos las palabras no como argumentos, sino como armas arrojadizas y eso no puede tener un buen final; la propaganda electoral así lo demuestra.
No me preocupa que en el debate de lo público, de lo que es de todos, nos colguemos de la rama que se nos ponga enfrente, para eso es el diálogo abierto donde no hay y no debe haber nada prohibido, ni tabú ni tema atávico; pero, eso sí, lo que me angustia es la guadaña filosa y mal intencionada de los inquisidores que alegremente y libres de culpa señalan lo que es bueno y es correcto, lo que se dice y lo que no, el tema que se toca y el que es impropio. Vamos a darnos una vuelta por los símbolos, los atributos del ícono de la justicia son tres: la balanza, que da a cada uno lo suyo en perfecto equilibrio; la espada, que hace cumplir sus resoluciones, y la venda en los ojos, que alude a su ausencia de preferencias. Pero la justicia tiene ojos que se cubre para ejercer su cometido; por otro lado, la guadaña la blande la muerte, que no tiene ojos, que se le han podrido, tampoco tiene oídos, que han corrido la misma suerte, la censura es así: no razona, no oye y no ve, sólo rebana el cuello del que se ha pasado de la raya.
Es cierto, hay muchas demandas que tenemos pendientes, muchas reivindicaciones que tenemos que echar a andar, pero no podremos resolverlas con la guadaña, podríamos hacerlo con un cuchillo que nos permita labrar símbolos comunes, letras en tablas de madera donde vayamos poniendo conclusiones que sean para todos y que sean razonables. “Razones de Estado son razones de establo”, decía Francisco de Vitoria cuando se le quiso imponer el argumento de autoridad en su defensa de los pueblos originarios de la Nueva España, y coincido con él, no hay razones válidas desde antes, no hay razones que no merezcan ser discutidas, ni las del Estado ni la de los ofendidos, porque, si no aprendemos a recuperar la tradición, ésta sí liberal —liberal de las de a de veras y no de discurso—, de discutir y aborrecer de lo prohibido, nos vamos a dar cuenta de que la única epidemia que llegó para quedarse y que se volvió el cáncer que va a matar nuestras demás libertades es la del fanatismo, la sinrazón y el olvido.
