Alguien se repliega en Masaya
A veces, como a todos, me da por la nostalgia. Recordar el tiempo que fue, no por mejor o peor que el actual, sino porque es parte de un pasado que atesoro, es a mediados de 1979, la prensa nacional informa del avance del Frente Sandinista de Liberación Nacional, del heroico repliegue de Masaya y la caída final de Managua en manos del ejército popular, para crear el escenario completo dejo en mi pantalla las fotos de Julio Cortázar visitando la comunidad de Solentiname, dejo correr la voz de Carlos Mejía Godoy, quien sigue preguntando por la tumba del guerrillero, veo enormes, gigantes, las imágenes de Sergio Ramírez, Ernesto Cardenal, Gioconda Belli y de un joven, mediando la treintena, comandante Daniel Ortega
Yo era, entonces, un niño que se perdía en la fascinación, el terror y la emoción de las crónicas de
Ricardo Rocha y Édgar Hernández. Había dejado, de pronto, las batallas en los libros de Tolstoi, de Hemingway, crecí oyendo las narraciones de la Guerra Civil Española, de la resistencia francesa y de la Revolución Cubana, entonces, ante mis ojos asombrados
estaba ocurriendo la épica popular y la fiesta de la libertad.
Hace unos días se celebraba el triunfo de aquella revolución, pero no había alegría en Masaya; los carteles de los manifestantes confunden la imagen de Ortega con la de Somoza y los noticieros de todo el mundo difunden la noticia de que aquel joven triunfante ha mandado atacar a la población civil de los aguerridos barrios masayenses.
Uno no debiera ser sometido a estas imágenes, ningún pueblo debiera sufrir estas regresiones históricas, pero es claro, si ya Sergio Ramírez había señalado el fin de la ruta histórica del sandinismo orteguiano y Ernesto Cardenal, viejo poeta armado sólo con sus palabras, las balas no han dejado dudas y la historia parece repetirse por el lado más oscuro y amargo de sus aristas.
No se puede jugar con la historia, vaya, no se puede pretender que alguien puede tener la dimensión suficiente para escribirla, eso es un accidente, un mecanismo complejo en el que participan dos piezas que no pueden controlarse, la voluntad popular y la memoria de las siguientes generaciones.
No lo sé con certeza, pero siempre pensé que Daniel —en aquellos días a los héroes de la revolución se los llamaba sólo por su nombre— era un buen lector, un hombre culto como decimos, si lo es no le costará trabajo recordar lo que decía Borges siguiendo a Kipling, que cualquiera puede elegir la anécdota, pero no la moraleja. Ése es el error más grave que está cometiendo.
Hay algo más que la tentación del poder y la fortuna en la conducta de Ortega, se llama espejismo histórico, porque en realidad al masacrar a la población civil y sepultar los últimos vestigios del sandinismo en su versión oficial, el comandante no está salvando nada ni está construyendo nada, se está enredando en un afán de pasar a la historia, de quedarse ahí como las viejas estatuas de Tacho que derribaron los jóvenes de aquel tiempo.
Cuán poco duró la eterna juventud de aquel verano de 1979, qué breves su épica y su verso, todo porque al líder se le ocurrió hacerse viejo y monumental, como el dos veces salvador de una patria que había demostrado ya saberse valer por sí misma.
No es repitiendo la historia como podría salvarse, por el contrario, todavía podría corregir los errores que acusaron en Somoza y marcharse en honrosa y digna retirada, porque esta nueva versión de aquel otro verano no tendrá quién la cante ni quién la narre para las siguientes generaciones. No tiene que esperar a que de nuevo los anónimos héroes de aquel país demuestren su enorme vocación por la libertad.
De verdad que me niego a dar crédito a esas imágenes donde los rostros de Tacho y de Daniel se confunden, lejos de ello, quisiera pensar que está obnubilado por el pasado heroico y glorioso al que no puede ni quiere renunciar, que está herido de honor y victoria como en los viejos tiempos, pero es mentira, soy yo, somos muchos a los que nos duele ver aquello en lo que Daniel Ortega se ha convertido todos quienes sabemos, con una frase que seguro conoce, a él, la historia no lo absolverá.
