La auténtica aristocracia

En noviembre de 2015, gracias a la generosidad de este mismo espacio, platicábamos de una variopinta fauna que habita nuestras ciudades, inspirados en la vieja canción de Serrat, les llamábamos la aristocracia del barrio y proponíamos una anatomía de aquella banda de vivales que habitan nuestras ciudades ejercitando el antiguo oficio de comer sin trabajar

Hoy he leído una columna de don Arturo Pérez Reverte en la que habla de una violinista que frente a un café de Sevilla le obsequió con un lindo concierto frente a la casi generalizada indiferencia de muchos de los transeúntes. Me ha traído a la memoria —ésa es una de las grandes virtudes de la pluma de Pérez Reverte: su capacidad de evocación— varias escenas que yo mismo he vivido en la Ciudad de México. Hagamos ahora, a despecho de la aristocracia del barrio, un pequeñísimo, leve, recuento de quienes practican el duro arte de ganarse la vida embelleciéndonos las calles por las que transcurre nuestro cotidiano.

La ciudad ha estado llena de ellos; en mi infancia y parece que aún mucho tiempo antes, el Papirolas, se ganó la vida en la Ciudad Universitaria y en Bellas Artes, creando unas piezas complicadas e inspiradoras de papiroflexia, de origami, su vestuario estrambótico y la forma de anunciarse llamaban la atención de quienes se detenían y compraban sus frágiles esculturas.

El exilio sudamericano llenó la Zona Rosa de grupos de folcloristas chilenos, peruanos y argentinos, que llenaron el aire de los años de 1970, de sones y ritmos que nos abrieron puertas y ventanas y nos trajeron alegría desde las tierras donde se vivía tanta tragedia.

Hoy tengo fresco en la memoria, el jueves pasado, al ver a un joven chelista que he escuchado en varios establecimientos de Polanco, interpretar con arte y duende la Primera suite para cello de Bach, no dudo nunca en aplaudirlo y como se puede, dejar algo en el estuche de su instrumento. Recorriendo las calles de la ciudad con mi familia, hemos visto de todo, sobre todo en la zona del sur, nuevos y prodigiosos malabaristas que son novedad y que exceden lo que habitualmente veíamos, no se me escapa aquel que todo maquillado de plata, realiza una rutina exacta en el tiempo que le da el semáforo con todo un instrumental que lleva consigo. Otros nuevos, siempre jóvenes que nos dan muestra de ejercer su oficio con alegría, nos dan un rostro limpio de esta ciudad atormentada por tantos problemas y tantas sombras.

Cada uno tendrá en su memoria uno de estos artistas. Es tan fácil decir que los pobres lo son porque no quieren trabajar, que trabajo hay mucho, pero que la gente no quiere hacerlo, que no hay que darle dinero, cuando se puede, al que realiza estos oficios, porque lejos de beneficiarlo le hacemos un daño y siempre me pregunto si cargar un instrumento como el que porta el músico de Polanco es un trabajo fácil, si equilibrar en la nariz una pequeña bola de cristal a pleno rayo de sol en una calle abarrotada no tiene su mérito. Si salir a conquistar la calle no es una muestra de que no es sólo necesario tener ganas de ganarse la vida lo que hace falta.

En la zona de la delegación Benito Juárez se encontrará con un autor que ha escrito un lindo libro de chistes y bromas para niños, su público lo conoce y se lanza a la conquista armado con su texto, bien editado, cuenta un chiste y lo hace con gracia, expone las virtudes de su trabajo, a quien le compra el libro de inmediato le ofrece firmárselo y le regala una tarjetita donde está impresa una dirección electrónica relacionada con el producto de su ingenio, los padres se quedan contentos de haber comprado un libro para sus hijos y los chicos devoran las páginas de inmediato. Tiene buena memoria, me ha ofrecido varias veces el texto y se acuerda bien del momento en que se lo compré. Me impresiona la dignidad con la que hace su trabajo, el orgullo con el que dice ser el autor y la manera en que lo demuestra identificándose. Uno se siente reconfortado al ver cómo alguien puede poner tanta esperanza y tanta fe en el producto de su esfuerzo y como sigue siendo, para muchos, un honor ganarse la vida con esfuerzo. Pero nos queda el amargo pocito en la copa, ojalá y esto no fuera necesario.

Más allá de las redes de solidaridad entre todos, entre quienes tenemos una moneda y podemos prescindir de ella para quien se la está ganando en la calle, lo que es necesario es replantearnos nuestra relación con el trabajo ajeno, con el respeto que merece y las oportunidades de generarlo.

Dejemos la nómina de esta auténtica aristocracia de la vía pública, quedémonos con su memoria y atesorémosla como una lección. De una manera u otra y eso es algo de lo que debieran estar conscientes los gobernantes, los habitantes de esta ciudad y de muchas en México, desde Monterrey hasta Mérida, hemos aprendido a hacer de ellas no sólo punto de encuentro, sino también medio y forma de vida.

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