Feliz cumpleaños, Frankenstein
Pues sí, así como se lee. Este mes Frankenstein, el célebre personaje, cumple 200 años de haber sido editado por primera vez. En su origen no hay misterio, durante una cena de reclusos por el mal tiempo, en la Villa Diodati, a orillas del lago Lemán, cerca de Ginebra, Lord Byron, su médico John William Polidori, Percy Shelley, la entonces Mary W. Goldwin que luego sería Mary Shelley y Claire Clairmont, su media hermana, acordaron que cada uno de ellos escribiría un cuento de terror
Si bien no todos cumplieron su palabra, de esa noche estrafalaria salieron tres obras fantásticas del romanticismo, el poema Oscuridad, de Lord Byron, El Vampiro de Polidori —que lo presenta como el primer vampiro guapo y adinerado— y Frankenstein, al que su autora llamó, el moderno Prometeo.
Mary era entonces casi una niña, su padre un precursor del anarquismo y su madre, una feminista que había dado a la imprenta ya un libro en torno al tema publicó el libro bajo el nombre Shelley y la segunda edición ya figuró con ella como autora y presentó uno de los iconos modernos de nuestros más íntimos temores, el invento que se vuelve contra su creador. Con los dos siglos que tiene ya de edad el monstruo, deberíamos añadir al talento literario de Mary Shelley, si no el don de profecía, sí el de la fina lectura de la naturaleza humana.
El siglo XX fue pródigo en ejemplos sobre creaturas así, la energía nuclear, por ejemplo, múltiples movimientos sociales que comenzaron como promesas y terminaron en pesadillas. Frankenstein es la suma de las esperanzas fallidas, el miedo que nos da asistir a nuestra propia caída, pero también a nuestra irredenta fe en que podemos dominarlo todo a nuestro derredor para construir futuros mejores y presentes más confortables. El personaje principal de la novela de Shelley es tanto el monstruo como su creador y aquí, curiosa coincidencia, el juego con la electricidad y los avances médicos que una época de guerras había arrojado a la Europa orgullosa de sus imperios,son puestos al servicio de la creación de la vida artificial, un privilegio de los dioses y así, el moderno Prometeo es castigado igual que en el caso mitológico. Hoy sabemos mucho más, creamos lo inimaginable hace apenas 15 años y nos enfrentamos a nuestras creaciones cuando ya no podemos controlarlas.
Somos víctimas de nuestros discursos que luego ya no podemos dominar porque las palabras se nos han ido de las manos y por todas partes se multiplican y nos ahogan con interpretaciones y noticias que sin tener sustento en la realidad convencen tanto o más que aquellas otras que parten de la evidencia; de la tecnología es ya, incluso, fútil hablar y nos resulta de miedo, hablar de la manera en que nuestros propios avances médicos nos plantean retos que no habíamos previsto, que las máquinas y dominio de la informática que nos proveen de tantas comodidades serían una trampa sobre la que debemos caminar para preservar nuestras libertades.
Borges decía que el escritor puede escoger la anécdota, pero no la moraleja. Mary Shelley escribió su novela inmortal tanto por su anhelo de impresionar al hombre que amaba, un amor difícil y torturado, como por su necesidad de expresar el malestar de su tiempo. En ambos casos resultó victoriosa y el mensaje de su libro sigue ahí, para advertirnos de una manera cruel e irónica algo que no podemos evitar.
El progreso forma parte de nuestra naturaleza, andar hacia adelante, inquirir la naturaleza y arrancarle sus secretos, modificar el mundo y lograr lo que deseamos, pero el punto es que si hace 200 años los riesgos de la electricidad y el petróleo amenazaban ya a los humanos, los riesgos que corremos hoy hacen empalidecer a aquellos que enfrentaron nuestros antepasados y es que, a final de cuentas, lo que no aprendemos, lo que no queremos aprender, es que el progreso por sí mismo no vale gran cosa, que saber más y tener más no es sinónimo inmediato de mejoría y que obrar con responsabilidad es siempre la única manera en que podemos ir sorteando los riesgos
que vamos creando. Somos Víctor Frankenstein actuando a ciegas en un mundo que apenas vamos conociendo.
Hoy, con los avances en informática y telecomunicaciones, ya da menos miedo la ciencia y la tecnología, pienso en las palabras que se nos escapan, las promesas de los políticos que los encadenan a cosas que no podrán cumplir, en los paraísos de bienestar, justicia y alegría que luego se tornan en eriales de los que ya no sabemos cómo escapar, es cuando me acuerdo de Alberti, cuando advierte, “siento heridas de muerte las palabras”.
