La tertulia de madrugada

La obligada tertulia de madrugada a la que nos condujo la alerta sísmica me ha puesto a pensar en la manera en cómo estos sucesos están cambiando la forma en cómo nos relacionamos los ciudadanos, reviviendo antiguas formas de convivencia, identidad y solidaridad que antaño llamábamos vecindad. De alguna manera, estamos recuperando el sentido del vivir unos junto a otros, esta forma de ver pasar los días y a veces las generaciones

Antenoche, mientras algunos estábamos tan agradecidos porque la alarma funcionó y el susto nos impidió verificar si en realidad había habido algún temblor, otro vecino, en su miedo y nerviosismo, lo expresaba en el coraje de que lo hubieran levantado a esas horas y ni siquiera se hubiera sentido nada.

La ciudad es un invento cultural formidable, la mayor parte de las aportaciones culturales han derivado del hecho de vivir muchos seres humanos en un contacto próximo, en una dinámica en la que se genera, se produce y se convive formando entornos artificiales que a la larga se vuelven otra naturaleza humana. Cuando me pregunto qué clase de transformaciones traerá consigo el terremoto de 2017, veo que la primera de ellas es esta relación en la que nos estamos viendo inmersos los habitantes de la gran urbe, una especie de atomización en la que el barrio, la unidad, la colonia, va tomando la prelación sobre otras organizaciones territoriales. El hartazgo y el aburrimiento del discurso político que ya no se quiere oír ni esperar y que se reduce a acciones rápidas y organizadas entre los vecinos para su propio beneficio, pero, sobre todo, el diálogo directo y no pocas veces entrañable que se traduce en identidad y sentido de pertenencia.

La ciudad fue ideada como un campo de convivencia y protección, una medida de seguridad frente a los enemigos y una manera de encuentro en la que podían florecer ideas como la democracia, por ejemplo, sin embargo, cuando las ciudades se vuelven desmesuradamente grandes su sentido se va perdiendo y el encuentro se convierte en añoranza y en cosa de literatura. Así, el hecho de estar sometidos, todos, a estas presiones que además de generarnos estrés, frustración y miedo, también sirven de catalizadores para el encuentro de los vecinos y aceleradores para la búsqueda de soluciones. A decir verdad, uno de los problemas de las grandes ciudades es que se vuelven enormes entornos de negocio y no es que ello esté mal por sí mismo, pero cuando la planeación se vuelca sobre la manera en que se pueden obtener mejores beneficios inmobiliarios en lugar de pensar la ciudad como el espacio donde habita y evoluciona la comunidad, entonces la lógica del gobierno, de los servicios y de la propia convivencia cambia y, podríamos decir, se deforma.

Escucho, por ejemplo, interesantes ofertas turísticas que nacen de la idea de recuperar espacios, por ejemplo, las rutas literarias de los autores que han convertido la ciudad en su personaje y escenario principal, como José Emilio Pacheco o Carlos Fuentes. Encuentro soluciones prontas en la organización de los vecinos que ya no requieren a los partidos ni a las autoridades para mantener el valor y la habitabilidad de sus inmuebles. Me veo, de pronto, encontrándome con mis iguales, en plena calle, charlando sobre esos temas que nos afectan cotidianamente y para los cuales tomamos las pequeñas soluciones que hacen las diferencias.

Quisiera pensar que pasará mucho tiempo antes de que la alarma sísmica vuelva a sonar, pero nadie puede asegurarlo y cualquier día me veré con mis vecinos, de nuevo, en mangas de camisa o en pijamas, pensando en lo que tenemos que hacer para que mañana, cuando tengamos que llevar a los niños a la escuela nos podamos ahorrar cinco minutos de tráfico. Es probable que esta tensión tenga como recompensa ese renacer de los espacios vecinales que vivimos muchos en nuestra infancia; aquellos en los que el encuentro era cotidiano y el intercambio permanente.

Creemos que los grandes cambios se presentan con movimientos gigantescos que irrumpen en la realidad y están acompañados de mucho ruido y grandes masas, pero hasta esos cambios van precedidos de pequeñas transformaciones en el lenguaje y la conciencia que van permeando hasta que las comunidades han transformado su manera de ver las cosas. El miedo nos une a todos, sin diferencia de edad ni de condición social, tener miedo frente a la naturaleza es la experiencia más democrática que se puede experimentar. Me gustaría pensar que algún historiador del siglo XXII describirá estos años de nuestro tiempo explicando cómo hubo un renacimiento en la conciencia de pertenencia urbana derivada del miedo colectivo que se transformó en diálogo y solidaridad.

Antenoche, cuando esperábamos a que el primer valiente se atreviera a decir que volvía a su casa, experimente por un momento una sensación de mi infancia, la de ver a mis padres encontrándose con los vecinos y sus familias, en una ciudad que era, incluso, más caótica que ahora, pero que percibíamos más humana porque nosotros, los que la habitábamos, así la hacíamos, más a nuestra medida. Una ciudad que añoramos sin darnos cuenta que no sólo es el entorno el que cambió, sino que nosotros mismos somos los que tenemos que volver a ser dueños de esas cuatro cuadras y una plaza que en realidad forman nuestro universo.

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