Un ojo sobre mi jardín

Yaretzi, una joven lectora, me cuenta que un dron acostumbra sobrevolar los fines de semana sobre su jardín y que está harta de verlo husmeando por ahí, me pregunta si algo se puede hacer y si se puede escribir algo al respecto. Desde luego, atendiendo a su solicitud, abro diálogo sobre el tema que, como siempre, me lleva a pensar en lo que hemos hecho de este mundo en tan vapuleado en tan poco tiempo

Los drones, las aeronaves no tripuladas, están reguladas en las leyes de transporte y telecomunicación en México, se les aplican las normas de la navegación aérea y se requiere, más allá de cierto peso, licencia de piloto para poder utilizarlos. Es decir, un dron no es un juguete y su uso implica consecuencias que deben ser contempladas por quien, profesional o desaprensivamente, se sirve de ellos. Pero no es ese el punto que le aflige a mi joven lectora, más allá de ello, a su corta edad se da cuenta de que hay algo que no está bien, que no es correcto que alguien se pase husmeando sin invitación donde no lo llaman, yo diría que se trata de un reclamo natural de intimidad.

Desde luego, no se puede derribar el aparato a pedradas o de un balazo, por mucho que esté sobre nuestra propiedad, ello implicaría no sólo un daño en propiedad ajena, sino el riesgo de estar derribando un aparato que legalmente se encuentre sobrevolando el área —uno policial o militar por ejemplo—, sin embargo, lo que se puede hacer es levantar un acta en la delegación de policía para que la señal sea rastreada y, de ser el caso, se levanten las sanciones correspondientes, sobre todo, si la conducta es reiterada.

Pero vuelvo al centro de la cuestión. Hay muchas cosas que Orwell no nos dijo cuando imaginó a su Gran Hermano, en 1984, leemos que la población le teme, que algunos rebeldes se ocultan y unos cuantos luchan en su contra, igual sucede con los controles de Fahrenheit 451; tal vez, porque ni Bradbury ni Orwell podían imaginar que seríamos los ciudadanos los que destruiríamos con nuestras propias manos nuestros márgenes de intimidad; que seríamos nosotros los que renunciaríamos alegres y convencidos al menoscabo y final pérdida de uno de los derechos más sagrados que hasta hace unas décadas habíamos defendido: la intimidad.

Un día abrimos la puerta, cuando nos vimos rodeados de oportunidades de ser notados comenzamos por exhibir al mundo aquello que antes sólo compartíamos con quienes nos eran próximos, la sed de fama y reconocimiento fue creciendo en cada uno de quienes gozaban de un dispositivo que se los hacía posible y las nimiedades se hicieron célebres. Los detalles insignificantes fueron revaluados y nos fuimos enredando en una maraña de datos que me permiten opinar si alguien debe comer pollo o hamburguesas porque ha levantado una encuesta entre sus amigos, sus conocidos y sus desconocidos.

Luego nos dimos cuenta de que todos esos datos eran un retrato de nosotros mismos, inocentes que fuimos, si no era tan difícil darse cuenta, veamos, cuando visito una casa por primera vez, tengo la manía de fijarme si tienen libros, si hay biblioteca, si la hay, echo una mirada y tengo una especie de radiografía espiritual de su propietario; los hábitos de consumo nos retratan más que nuestras pasiones políticas, pero nos dimos cuenta muy tarde de que todos esos datos, organizados y sistematizados, fueron minando nuestros espacios y hoy estamos, frente a los ojos de todos, abiertos de manos sin tener dónde guardar aquello que nos pertenece sólo a nosotros.

Tal vez éste sea el cambio cultural más grande de los últimos tiempos y me refiero no sólo a los cambios de conducta, sino de un fenómeno que aconteció a nuestras sociedades, con nuestra aquiescencia primera y sin que nos diéramos cuenta a dónde iba a parar la cosa. Supongo que la generación de Yaretzi es la que vuelve de la épica borrachera de exhibicionismo, imágenes y datos que dejamos escapar para quedarnos en la caja de cristal, que ella y los de su generación, que crecieron ya con ello, sabrán mejor guardar su intimidad y no exhibir aquello que no quieren que sea visto, nosotros, que poco podemos hacer contra un sistema del cual dependen ya muchos elementos de nuestro estilo de vida, sí podemos replantearnos las cosas en el sentido de qué es lo que consideramos valioso, qué es lo que no deseamos compartir, qué es aquello que no es seguro dar a conocer y volver a aquellas tardes gloriosas en que uno salía de la oficina a la casa y hasta que nos se tuviera un teléfono a la mano, uno no estaba localizable.

Espero que Yaretzi reciba una respuesta a nuestra plática, la he hecho casi pública porque me lo ha pedido, porque ya se ve que de los más jóvenes ya tenemos que aprender, que no todo lo que brilla en la red es oro y que hay cosas que son sólo para mí y los míos.

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