Sergio Ramírez
Hay países con los que uno guarda una relación afectiva mucho antes de haberlos visitado. Uno sueña sus ciudades, pueblos y montes antes de haberlos conocido; libros, historias y personajes se van conjugando para formar imágenes que crecen y, cuando el tiempo del encuentro llega, se disfruta el lugar como se goza de un sueño largamente acariciado.
Nunca he puesto un pie en Nicaragua, todavía no. Tenemos una relación larguísima, para mi generación, la Cuba que no tuvimos fue Nicaragua, en los mapas escolares chinchetas de colores señalaban el avance del FSLN acercándose a Managua, momentos como el bombardeo de la capital, los actos heroicos de los jovencitos de la guerrilla y nuestro gobierno recibiendo a sus refugiados.
Con los años, Cortázar me trajo al escritorio un Apocalipsis que, con las canciones de Carlos Mejía Godoy, coincidían en hablar del poeta trapense de Solentiname: Ernesto Cardenal, después, los libros de Gioconda Belli que hablaban de un país fantástico que se hacía de nuevo desde sus cenizas.
De entre todos, la voz y la presencia de Sergio Ramírez, que había cruzado, clandestino, la frontera con Costa Rica para integrar la Junta Revolucionaria y formar un gobierno de reconstrucción; él, que escribía y escribe novelas tersas y perfectas y parecía un político ciudadano, sin estridencias, como si la naturaleza quisiera compensar el fuego y el carisma del Daniel que era, para nosotros —los de entonces— de la estatura de Fidel, pero de una proximidad mucho mayor.
Uno de los momentos más fantásticos que le debo a la UNAM aconteció cuando el Consejo Técnico de la Facultad de Derecho le otorgó a Cardenal la medalla Isidro Fabela. Después de la ceremonia, por la tarde, tuvimos un encuentro entre el poeta y los estudiantes, coordiné la mesa y lo primero que le pregunté fue qué opinaba de la poesía revolucionaria, su respuesta fue concisa e inteligente: “Para ser de verdad revolucionaria, primero tiene que ser en serio poesía”, tal como si estuviera hablando de las letras de don Sergio Ramírez. Sus libros fueron y serán parte de una revolución urgente contra la desigualdad y la miseria, de hombres libres por sus derechos, letras bien tramadas y bien escritas, literatura de belleza real y proporciones humanas. Literatura, en fin, con todas sus letras.
El tiempo ha sido justo, pero no fácil, con Sergio Ramírez. La ruptura con la línea dura del sandinismo quiso proscribirlo de la política, pero no se proscribe la literatura, menos la que se hace con esa maestría. Hay un libro que narra aquella ruptura, es tanto una evaluación, un mea culpa y un corte de caja, Adiós, muchachos cuenta su visión del sandinismo, primero luminoso y liberador y que evolucionó dentro del gobierno, de los errores del poder y de su salida de aquel círculo, es una devolución de la fuerza a quien debe detentarla, los hombres como él, como el lector, como cualquiera: el ciudadano. Ése es el Ramírez político que, sin embargo, se trenza en batallas colosales con Sergio el escritor.
Otro de sus ensayos más sustanciosos es Oficios compartidos, que habla de esa división entre el trabajo político y el literario, una opción a la que están llamados muchos escritores latinoamericanos. De la forma en que dio respuesta al punto y de la manera en que esa dicotomía nutrió su desempeño público y también el contenido de sus textos. Sin embargo, se ha mantenido firme en ser, como pocos, uno de los escritores de cuerpo entero en nuestra lengua y nuestro continente.
Pocas cosas me han alegrado tanto este tiempo difícil y confuso como saber que a don Sergio le han concedido el Premio Cervantes, que llega en justicia y a tiempo, sobre todo porque se lo merece como pocos podrían hacerlo, porque sus novelas, desde Margarita, está linda la mar hasta Castigo divino, sus ensayos, desde El viejo arte de mentir, como también La manzana de oro, todos son de una precisión y una levedad envidiables. Porque representa mucho de los sueños, anhelos y luchas de los escritores latinoamericanos que tienen que abrirse paso en el mundo a bofetones y sonrisas, a fuerza de empeños en casa ajena y en la propia y que triunfan por su esfuerzo. Porque visibiliza una región de nuestra lengua y nuestro continente que ha dado mucho al mundo y que no siempre está a la vista. Lo celebro y —como diría Whitman— me celebro, porque le ha tocado el premio grande al justo, que lo merece, que lo disfruta y que ha sabido
estar siempre tan cerca de México. ¡Felicidades, don Sergio!
