Volver a Guadalupe
Todas las familias mexicanas nos damos alguna vez en la vida una vuelta por la Villa de Guadalupe, algunas, incluso, al menos una vez al año hay en esa visita una curiosa suma de elementos: se trata, para muchos, de un ritual religioso y para todos, de un viaje a lo más profundo de la mexicanidad, a esa de piel entera y no de discurso, sombrero enorme y grito en pecho
El nacionalismo es un discurso más sentimental que racional, quién puede argumentar —como resulta la tesis natural del nacionalismo— que hay algo eterno e imperecedero que se llama espíritu nacional, que tiene un destino eterno y un carácter perpetuo y luego mirar a la calle y preguntarse qué clase de espíritu es ese que puede incluir a una mujer tzotzil que sufre todas las exclusiones que quisiéramos superar y a un empresario regiomontano con todos los privilegios que supone le corresponden. Como sentimiento, se trata de una carga de emociones que se experimenta cuando se está en presencia de imágenes, mitos o sonidos que invocan nuestra memoria, en la que se mezclan los recuerdos individuales y colectivos que subliman el imaginario, con la suma de nuestras fantasías particulares y generales y, que en el fondo, nos hacen sentir eso que se experimenta cuando se escucha el Cielito Lindo. El nacionalismo es puro sentimiento, por eso es seductor y hermoso y también por eso encierra sus peligros y sus violencias.
Harían ya sus buenos 30 años que no me daba una vuelta por La Villa y la experiencia fue bastante grata. Desde el atrio, mucha gente, pero como el comercio de toda clase se ha proscrito del interior, luce bastante limpio y ordenado. La Capilla del Pocito está en reparación y vaya que le urge una buena restauración a los frescos de la cúpula; las ermitas bien conservadas, lástima que la contaminación no dejara ver la espléndida vista de la ciudad que ofrece el Tepeyac en un buen día; las tradiciones modernizadas, mi hija adolescente dice que huele a palomitas de maíz, cuando lo que percibe es el aroma de las gorditas de masa. Los fotógrafos, ahora, usan impresoras y uno puede hacerse la foto con el falso sombrero de charro y el caballito de cartón piedra que el hijo se niega a montar y como siempre, el vasto mosaico de eso que somos los que nos decimos mexicanos y una muestra de eso que somos los que nos decimos latinoamericanos, todo en una mezcla de visita entre cultura y fe que flota en el aire a modo de reverencia y curiosidad. La puerta del Panteón de Guadalupe está cerrada, lo cual no deja de ser una pena para completar la visita.
Los danzantes, cautivos ya para mediodía de un frenesí dionisiaco, tamborilean y bailan danzas que los aztecas quién sabe si conocieron, pero qué importa, si hemos visto a un rubio casi vikingo ataviado como caballero águila danzando, los rostros transfigurados de los que piden y de los que agradecen, nadie es sólo espectador y todos estamos ahí por razones que sólo a cada uno atañen. Somos los mexicanos en nuestro territorio íntimo, propio, de mestizaje y sincretismo, de contradicción y resolución, de mitos y verdades.
Para mí fue un retorno a la infancia, es decir, a la simpleza cuando lo mexicano era, entre otras cosas, la guadalupana en las manos del cura Hidalgo, esa misteriosa mixtura de guerra de liberación y maternidad religiosa, la mano de mi padre para que no me perdiera en la multitud, igual que yo sostenía el domingo la de mi hijo, fue un retorno, pues a aquella parte potente del nacionalismo que nos hace creer en nuestras fuerzas y en nuestros orígenes. Después de todo, a lo largo de mi vida he conocido judíos y ateos guadalupanos, que experimentaban esa sensación nacional más allá de sus evidentes contradicciones.
No sé si los eventuales candidatos de los partidos, los independientes y los que se llaman independientes puedan darse una vuelta por la Villa de Guadalupe; a cuántos les preocuparía la logística de su seguridad y cuántos se angustiarían más por su exhibición política, no importa, es una pregunta retórica. Lo cierto es que los ciudadanos merecemos candidatos que no se escondan detrás de la máscara nacionalista para invocar lo que no soluciona, pero resulta emocionante, que no se basen en mitos históricos o imaginarios, en nuestros afectos y nuestras creencias para crear escenarios que más bien debieran pasar por los ojos de serios analistas, aunque no luzcan tan prometedoras. Pero ya se ve y cada vez más cerca, es más fácil y más barato regalar una estampita que ofrecer una solución.
