Poner el grito en el cielo

Hace apenas unos días falleció don Gonzalo Martínez Corbalá; los homenajes se han sucedido y uno no puede dejar pasar el hecho para hacer notar lo que los mexicanos, no sólo los chilenos, le debemos a este insigne diplomático. Hubo un tiempo en que nuestra diplomacia enfrentó retos que esperemos no vuelvan a presentarse, momentos en los que el arrojo, la imaginación y la inteligencia se tomaban de la mano para dar respuestas inmediatas, a ese tiempo correspondió la función de Gonzalo Martínez Corbalá, de esa dimensión fueron sus respuestas

Más allá de sus actos, que lo hicieron leyenda, como cubrir a los asilados con la bandera de México para protegerlos de algún eventual disparo de los militares que acosaban la embajada, sus enconadas discusiones para lograr los salvoconductos y la guerra de nervios entre el mantenimiento y la ruptura de relaciones diplomáticas para elegir el momento preciso en que debía suceder aquel último acontecimiento, hasta que todos los que pudieran ser salvados estuvieran seguros. Aquel mexicano se hizo leyenda. Para los que crecimos con los niños de aquel exilio, para quienes luego nos beneficiamos de la enseñanza de los intelectuales, profesores y artistas que nos trajo el viento de los Andes, el embajador Martínez se presentaba como una especie de orgullo nacional viviente, una suma de inteligencia, valor y astucia que había aplicado el derecho para salvar vidas, la más alta de sus misiones. Para muchos chilenos su presencia había sido la diferencia entre la vida y la muerte, entre el sufrimiento y la esperanza.

Los mexicanos tenemos motivos para sentirnos orgullosos, mujeres y hombres de todas clases y profesiones que nos recuerdan todo el tiempo la auténtica dimensión de nuestras capacidades, es cierto que muchas veces el devenir cotidiano nos da ejemplo de todo aquello que no queremos ser y contra lo que luchamos cada día, pero puestos a reflexionar, cada uno es también así, tenemos defectos que nos acosan todos los días y contra ellos nos esforzamos, cuando caemos tendidos en la cama, prestos para descansar y hacemos el recuento de las horas anteriores, pocas veces nos damos cuenta de nuestros aciertos porque los errores y los temores son siempre más atenazantes. Pensar que entre nosotros hubo y pueden haber personas de la talla del embajador Martínez, es algo que nos da aliento para seguir en esa lucha por una sociedad abierta, democrática y menos desigual.

La acción decidida del personal diplomático bajo el mando de Martínez Corbalá salvó muchas vidas en aquellas horrendas jornadas del septiembre chileno, del mismo modo en que sucedió con otros asilos, traía no sólo a los salvados, sino para los mexicanos, sangre nueva, canciones, bailes, libros y rostros que habrían de contribuir a labrar el rostro del fin de siglo mexicano. El CIDE y La FLACSO, por ejemplo, recibieron nuevas voces de diálogo. A diferencia de otros exilios, el chileno mantuvo una vigorosa militancia y tuvo siempre en mente el retorno, cuando la democracia volvió, algunos retornaron a casa, tal vez en mayor proporción que otros casos, pero habían dejado su legado en las letras y en el arte, en la academia y en la convivencia. A partir de entonces, como nunca antes en la historia, Chile y México compartieron lazos de hermandad que se prolongan hasta nuestros días. Hace unos días fueron entregados en el Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos de Santiago, los archivos del exilio chileno que con celo y afecto resguardó la UAM, fue a tiempo, don Gonzalo estuvo en vida para ver cerrarse el ciclo de su labor. Hace poco se publicaron las cartas de los asilados políticos, no faltaron razones a don Gonzalo para saber que la gratitud siempre tocó su puerta.

Los mexicanos aprendimos de aquellos que llegaron, no sólo el arte de la empanada, o el sabor de los vinos latinoamericanos, sino el poder de la resistencia, la fuerza del espíritu que no podía ser sometido y eso nos lo trajo desde el sur el valor de un mexicano que supo cumplir las órdenes de su gobierno, en un momento privilegiado en que el discurso interior se fortalecía con el discurso exterior y juntos dieron la imagen de un país abierto, que hacía honor a sus compromisos internacionales y a la fuerza inaudita de sus convicciones.

El tiempo ha pasado, todos reconocemos la voz de Violeta Parra, otros seguimos oyendo los viejos discos de Víctor Jara y recurrimos a un antiguo ejemplar de García Márquez, para evocar a la aventura de Miguel Littín, clandestino en Chile. Y algo nos ha quedado, a mí, en lo diminuto, amistades inolvidables y más que cercanas. A otros la enseñanza, la solidaridad y a todos, el ejemplo. Son las cosas que, de verdad, nos hacen sentir orgullosos.

Un avión surca el cielo de los Andes, de pronto la voz del piloto anuncia que han abandonado el espacio aéreo chileno, algunos lloran, otros cantan, todos se sienten a salvo, alguien le da al embajador Martínez Corbalá una bandera de México y, entonces, sin previo aviso, sin mayor ceremonia que el sentimiento de fraternidad y emoción, da el grito que no pudo ser en la sede diplomática, juntos, por primera vez chilenos y mexicanos gritan ¡Viva!, se dan cuenta, por un lado de que eso es, precisamente, lo que están celebrando, la vida y, por el otro, se han dado cuenta de lo que significa que un mexicano ponga el grito en el cielo.

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