Las escalas desconocidas

Confieso que me gusta la Semana Santa, más allá de convicciones religiosas o de poses prefabricadas, son días que me agradan porque están llenos de recuerdos de infancia; ya se sabe, el Viacrucis de pueblo —en el mío tuve la fortuna de ver a un Cristo volverse contra el romano que se había tomado muy 
en serio su papel—, la obligación a que nos sometía mi Tía Tere, adorada mujer de aquéllas que nuestro patriarcado condenaba a cuidar enfermos e hijos ajenos, de ver cada año El mártir del calvario, donde jamás Jesús lució tan impoluto y bien peinado y en el que destacaba el mexicano acento de Manolo Fábregas, que se distinguía del de Enrique Rambal, tan valenciano.

Las escapadas al Acapulco de los años 70 y, en fin, la serenidad de mi pueblo por la tarde del silencio. Desde entonces aprovecho esos días para replantearme mis problemas y sus soluciones, la forma en que enfrentaré lo que resta del año y la manera en que volveré en la Semana de Pascua a ganarme la vida.

En estos días pienso en las escalas que nos pasan desapercibidas y que bien podríamos considerar para reflexionar, esas maneras de medir el mundo y su realidad nacidas de la experiencia y de la práctica cotidiana y que no tienen mayor fundamento que la corazonada, el sentido común y la vida. Para desentendernos del mundo que no brilla en estos tiempos por su amabilidad, bien podríamos proponérnoslas como ejercicios de pensamiento para las tardes que vienen.

La primera es la ley del silencio. Un libro es tan bueno como el silencio que nos acontece una vez que cerramos la última de sus páginas. Hay libros que apenas estamos cerrando cuando ya tenemos que correr a la gasolinería antes de que nos suban el precio, no nos ha quedado nada y a veces no los recordamos unas horas después, seamos francos, esos no son buenos; hay otros que, al leer el último párrafo, nos viene una vacuidad mental de unos segundos, un silencio reverente que nos indica que hemos recibido una dosis de sensibilidad, belleza o inteligencia; la calidad de la lectura es directamente proporcional a la calidad de la lectura. Dura poco, pero es profundamente significativo.

La segunda es la ley del ambiente. Una película es tan buena como la sensación de estar en ella que nos acontece cuando vamos saliendo de la sala. En los niños esta escala es más sobresaliente, ya los verá usted saltando y volando como su superhéroe, lo es un poco menos en los adolescentes, que salen del cine enamorados del vampiro descafeinado, pero lindo, que a los padres tanto nos choca y, en los adultos, se traduce en instantes, apenas segundos, en que nos sentimos caminando por París, envueltos en la trama del misterio o venciendo nuestros temores; claro que si es uno un adulto y la sensación se prolonga por una hora, hay que acudir al médico. El hecho es que, más lejano que los buenos encuadres, la fotografía o la trama, esa sensación de mantener la permanencia de la escena es un buen indicador de que hemos estado en presencia de una creación artística que nos ha convencido y que, en términos de arte, podemos afirmar que nos ha transformado.

Por último, la tercera, la ley del polvo en el librero. Nuestra ignorancia es directamente proporcional al grosor de la capa de polvo en nuestros libros. No porque debamos estar leyéndolos todos todo el tiempo, sino porque acusa un descuido en el sentido de que no los visitamos con frecuencia; visitar los libreros supone, primero, que se poseen libros en casa y eso es ya una señal de que queremos convivir con el silencio y la razón y, segundo, que confiamos en ellos para aprender y ubicarnos mejor en nuestra piel; por ignorancia me refiero no a la ausencia de datos, sino al conocimiento de vivir y de pasar el tiempo de acuerdo con nuestros principios y nuestros deseos. Volver a los libros es volver siempre a uno de los refugios más probados, más seguros y más confortables que los seres humanos hemos inventado por siglos.

Estas escalas miden nuestra manera de estar en la cultura; en tiempos como los que corren veo en la cultura, más que una necesidad espiritual, un reposo para la conciencia, una manera que los seres humanos hemos inventado para sobrevivir, pese a todo y pese a todos; son escalas nacidas de la observación, que es la madre de todo conocimiento, pero, sobre todo, nacidas de un músculo que obviamos por su cercanía y su presencia constante y al que, poco a poco, hemos abaratado privándolo de su sentido metafísico: el corazón.

Estos días de Semana Santa trataré de refugiarme en unas horas de silencio para pensar un poco, antes de que las prisas vuelvan a atacarme, que los problemas vuelvan a mostrarme sus dientes inclementes y que el Twitter me avise que, ahora sí, las profecías se han cumplido y apenas tengo tiempo de recoger mi tiradero antes de que se nos echen encima tres días de oscuridad, el vecino se vuelva loco y tire bombas nucleares a diestra y siniestra o un youtuber a la moda me venga con que esta vida no vale la pena. Ya lo ven, sí que lo vale y mucho.

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