40 años de historia

Hace unos días conmemoramos los cuarenta años de la reinstauración de las relaciones diplomáticas entre México y España; momento sin duda memorable; la historia de México, la de la España que se quedó allá herida de dictadura y de la que entre nosotros echó raíces y rindió frutos; una historia larga, escrita un poco a hurtadillas, en la que ambos pueblos nunca quisieron separarse y se las ingeniaron para hacer pasar el mar a artistas y toreros, canciones y homenajes; porque, hay que decirlo, si en nuestra tierra seguía viviendo la España libre y en la península resistía la España eterna, en nuestra cultura se mantuvo siempre la esperanza del reencuentro; justo como lo decía López Mateos, “con España todo, con Franco nada”.

Historia de personajes enormes, de otros infaustos, de momentos entrañables y otros dolorosos. Hoy, cuando no están de moda los estadistas sino los políticos de estridencia y manotazo sobre la mesa, los que piensan en salvar el pellejo antes que crear el futuro me viene a la memoria el nombre de Adolfo Suárez, un político de los que ya no hay; no los hay porque de muchas formas el mundo ha cambiado y la imagen en muchos casos ha superado a la idea y a la palabra, no los hay porque la casta política contemporánea dista mucho de crear escenarios y habituada como está a la presión de los medios y a la velocidad de las reacciones, se gasta más tiempo y más dinero en capotear los vendavales que en fabricar sus propios escenarios y no los hay, porque el talento para identificar el momento de actuar no es moneda de curso corriente.

A Suárez se le criticaron en su momento muchas cosas, pero nadie le habría criticado un hecho fundamental que entonces fue omitido por muchos: Suárez fue el presidente que se negó a echarse al suelo y al menos en dos ocasiones.

La primera cuando frente a las críticas y la soledad, asediado por tres frentes, el del búnker franquista, por las corrientes de la izquierda, por la derecha temerosa de su propia caída y, además, presionado por una sociedad hambrienta de libertades, se negó a echarse al suelo, a dejar que las fuerzas políticas españolas revivieran el desencuentro de la guerra, se negó a echarse al suelo para permitir el libre lanzamiento de los improperios y las acusaciones. Al contrario, se mantuvo serenamente sentado en su curul de diputado a Cortes en su calidad de Presidente del gobierno, desde ahí convocó, se esforzó hizo cuanto pudo y aún más, sabiendo desde antes que si la batalla por la Constitución y la democracia no podía perderse, la suya, la personal, la de la gloria y los laureles, esa estaba perdida porque jamás las fuerzas políticas en contradicción le reconocerían ese privilegio. Para transformar la política española, no por quijotada ni por ambición, sino por estricta necesidad de paz y sobrevivencia, debía sacrificar su propia imagen. Esta razón, clásica en la política histórica, es la que inmoviliza con mayor frecuencia a quienes tienen que conciliar posiciones encontradas, a los pacificadores y a los conciliadores, a los creadores de nuevas instituciones, pero Suárez se negó a echarse al suelo.

La segunda ocasión fue material y muchos la vimos por televisión. En el momento en que el loco Tejero blandió su pistola, en que ordenó que todos los legisladores se echaran al suelo, sólo tres cabezas se mantuvieron erguidas; la de Santiago Carrillo, el teniente general Gutiérrez Mellado y el Presidente, que se negó a echarse al suelo porque sabía que de tratar de esa manera su propia investidura todo se habría perdido.

Al negarse Suárez a caer por tierra, realizó el gesto que España necesitaba para establecer la democracia, la de un hombre, investido de legalidad que no le teme a las armas y que se mantiene sin dudas en el lugar que le corresponde; no sabremos jamás, ahora que don Adolfo se ha marchado, si fue el sentimiento de abandono a que lo había reducido la Corona, si la salida de los demócratas cristianos, si su cansancio ante el alud de críticas lo que lo llevó a la dimisión y al paulatino ocaso de su vida política. Hoy, desde el adiós, creo más prudente pensar que Suárez sabía que su tiempo había cumplido el ciclo y que era hora de que otros construyeran sobre esa nueva estructura, que jamás habría de echarse al suelo y como él mantenerse en pie y caminar hasta donde los ciudadanos la llevaran.

De la madera de Suárez está hecha la historia que conmemoramos, de la de Cárdenas y sus puertas abiertas, de Reyes, Bosques, Cosío Villegas y Fabela; como la de Max Aub y Camilo José Cela, de Yoyes que se asiló en México… de momentos y personajes así, enormes y que hoy no olvidamos.

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