Los niños que vinieron del sur

Pertenezco a una de las primeras generaciones que labraron su imaginario y su lenguaje con la televisión; en ese país de poco antes de la primera crisis sexenal, el mundo llegaba a cuentagotas a través de la pantalla del televisor y en la voz de un solo hombre: Jacobo Zabludovsky. Es, precisamente, a Zabludovsky a quien le debo uno de los recuerdos más impactantes de mi infancia. Fue la noticia que dio la noche del 24 de marzo de 1976. Hablaba de un golpe de Estado en Argentina. 
El término no era extraño para los niños iberoamericanos nacidos a finales de los años 60 y principios de los 70, que estábamos familiarizados con expresiones como represión, golpe de Estado, imperialismo o desaparición.

Recuerdo una foto fija, que ocupaba toda la pantalla y bajo la cual golpeaba la voz de Jacobo Zabludovsky machacando la caída del gobierno y la ocupación por los misteriosos sujetos con caras patibularias que se hacían llamar como junta.

Algo en lo que poco pensamos es en el diálogo que se abrió entre los niños y los adolescentes del exilio y los mexicanos que los recibimos en los barrios de la Ciudad de México, en sus escuelas y parques. La presencia de los niños argentinos representó la destrucción de mi creencia infantil de los estereotipos; los chicos argentinos representaban un encuentro con lo inenarrable; el contacto personal con quienes se habían enfrentado con valor a fuerzas que no podían, ni con mucho, conocer y menos vencer.

Desde la gestión de Alfonso Reyes como embajador en la Argentina, nuestros países fueron incrementando la distancia, el forzado reencuentro del exilio permitió a mi generación el descubrimiento de autores que permitían dar significado a la pluralidad de acentos en la literatura latinoamericana; los jóvenes argentinos nos dieron a conocer a Borges y a Sabato y, con retraso generacional, a Julio Cortázar.

La mayor parte de los pequeños del exilio provenía de familias con un grado cultural importante y, desde luego, con una carga ideológica a la que sus colegas mexicanos no estábamos, por lo general, muy habituados; las lecturas eran como un santo y seña entre ellos y quienes, con algo de curiosidad al principio y luego con innegable afecto, nos acercábamos sentíamos que leer era un deber moral frente a la barbarie.

Los jóvenes argentinos nos enseñaron mucho de la música popular, contribuyeron a empujar el género de la nueva trova, ya no cubana, sino latinoamericana, resucitando el gusto por la música andina y por la canción de denuncia, que había tenido una época de oro algunos años antes. Producto de esa educación tendiente a admirar los logros de Estados Unidos y a envidiar la riqueza de los europeos, los chicos mexicanos oíamos entonces todavía muy poco rock en español; Three souls in my mind —luego llamado simplemente el Tri, pero entonces todavía teniendo que usar un nombre en inglés— o Rockdrigo González, el profeta del nopal, no eran escuchados por las grandes masas y quienes los oíamos nos sentíamos a gusto con quienes compartían nuestra afición, pero ni por asomo hacíamos gala de ella para no ser descalificados en esos días en que la aceptación social era de vital trascendencia y, sin embargo, desde la Argentina —como desde España — los jóvenes se atrevieron a hacer un rock tan comercial como bien hecho y tan socialmente aceptable como pudiera serlo cualquier intérprete de rock inglés o americano. Pero a diferencia del rock español, que era el resultado de una liberación de los lenguajes a cinco o seis años de la muerte de Franco, el rock argentino se las ingeniaba para decir cosas entre líneas, con ellos, los jóvenes mexicanos aprendimos la metáfora poética del rock y la forma de decir las cosas de modo que pudieran pasar desapercibidas para los adultos, es decir, para la autoridad; si los españoles se perdían en gracejadas y querían una novia pechugona —como decía La Trinca— o festejaban la libertad de ligar chicas con veneno en la piel —como afirmaban gloriosamente los de Radio Futura—, los chicos argentinos vivían una lucha de gigantes o pedían que los despertaran cuando pasara el temblor —como ordenaban en Soda Stereo—, incluso recordaban a las abuelas buscando bebés bajo las luces de neón —afirmaba Miguel Mateos antes de descafeinarse—. De todo eso, del dormir mientras pasa el temblor o del buscar bebés, tuvimos que aprender de los argentinos que no podían decir las cosas con todas sus letras, pero que bien se las ingeniaban para, de todas formas, decirlas.

Pertenezco a una generación que creció con los pequeños del exilio argentino y me enorgullezco mucho de la fortuna que me permitió estar cerca de ellos. Igual que muchos de mis mayores que supieron abrigar a los republicanos españoles, a los que escuché de niño, hoy mis hijos saben que hubo entre nosotros pequeños exiliados que hicieron suya esta patria y, por lo menos a uno de ellos, con todo el cariño que la palabra encierra en México, lo llaman tío Toño.

Twitter: @cesaerbc70

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