La permanencia del vecindario
Desde hace varios días me lo vengo tomando con calma, así, como viene. Muy rápido me aburrió el tema; miren que despertar todos los días para que me informen de qué humor amaneció el futuro inquilino de la Casa Blanca era ya mucho pedir a un ciudadano de a pie que ya bastante tiene con lo que es necesario ir capoteando en nuestro vapuleado país.
Que si el vecino amaneció simpático hay buen tiempo; que si le pilló el sol con “muina”, como decía mi abuela, se nos cae el peso y alegremente hay quien se dedica a especular con el dólar, que de alguna manera algunos querrán resarcirse el susto; pronto me fatigó enterarme que ya vienen los chinos al rescate y que, si tenemos suerte a lo mejor son los franceses o los alemanes —que tienen más solera y como que los sentimos, por alguna extraña razón, más cercanos— porque el magnate majadero nos hace el desprecio a los mexicanos y de paso a los canadienses; harto de la histeria y el relajo pachanguero e irresponsable de los venerables legisladores con su piñata alusiva y es que, como todos, me pregunto si no había Estados Unidos antes de la elección de aquel cuyo nombre no debe ser pronunciado —pues como en Harry Potter, mencionarlo lo hace más fuerte—. Si no es verdad que ya antes hemos pasado momentos más difíciles, verdaderamente más difíciles, como en la crisis de los misiles en Cuba y eso que presidía el vecino país el archisimpático Kennedy que prohijaba golpes de Estado y tenía una fe ardiente en la guerra de Vietnam; o cuando México anunció la moratoria de pagos de la deuda externa y para rematar poco después se estableció el grupo de Contadora y no se puede olvidar que Ronald Reagan no era precisamente un hombre reconocido por su suavidad ni por su ánimo izquierdista. Y aquí seguimos, de vecinos y socios, con esa zona de penumbra de la Mexamérica que no es del todo nuestra ni del todo suya y, por lo visto, así será durante muchos años y siglos más hasta que la madre natura convierta California en una isla, se verifique el calexit o se funde un tercer estado entre nosotros.
Provengo de una familia que tuvo sus años nucleares en la Guerra Fría, mi padre es ingeniero civil y viví en carne propia los altibajos de la industria de la construcción, la decadencia de las pequeñas constructoras devoradas por los grandes consorcios multinacionales que cambiaron el rostro de esa industria a finales de los años ochenta; una familia donde en aquella guerra el enemigo era el yanqui, el imperio, y donde a los soviéticos se les miraba con el respeto lejano que se tiene por la mitología y a los cubanos con la alegre simpatía revolucionaria, pero sin mucho ánimo de migrar a La Habana; desde luego, eso me permitió crecer en un ámbito de prejuicio antinorteamericano; ya me decía yo que había mucho París, mucho Londres y mucho Madrid que visitar, como para fijar los ojos en Nueva York, Washington o Chicago, donde no se nos había perdido nada; me formé en el prejuicio todavía muy cantado por el cual los americanos tienen mucha civilización, pero los mexicanos tenemos mucha cultura –cualquier cosa que eso signifique—, en la que en los chistes el mexicano era el jodido ingenioso y el gringo el torpe millonario y en los que, desde luego, siempre triunfábamos los mexicanos festejando nuestros pobres recursos, pero nuestra enorme agilidad mental. Al fin, en un ámbito cultural donde no existía la literatura norteamericana, habiendo tanta rusa, francesa, española y latinoamericana, por lo que me privé por muchos años de descubrir a Truman Capote, uno de mis escritores más admirados, o de enamorarme de la Ciudad de los Vientos o de la Gran Manzana. El día que caminé sobre mis prejuicios me encontré con no pocas y admirables sorpresas.
El hecho es que el vecino, como todo gobernante, tendrá que enfrentarse con las fuerzas económicas, políticas y sociales en el interior de su propio país, esas que condicionan las decisiones de gobierno y elevan o derrumban gobiernos; el hecho es que deberá rendirse ante la evidencia que los intercambios —penosos, arduos y no siempre fáciles— entre nuestras naciones lo preceden y también lo sucederán que, más allá de los gobiernos y las economías, las nuestras son dos culturas que a fuerza de vecindad nos hemos influido por igual más de lo que en ambos lados pudiéramos reconocer, que si nuestro español se ha visto influido por el inglés, el suyo se ha visto todavía más penetrado por el nuestro.
De unos días para acá pienso que nosotros deberíamos pensar lo mismo; entre los internacionalistas —los diplomáticos y los académicos— hay dos tribus que se pelean el dominio del discurso, los bilateralistas y los multilateralistas. Tal vez llegó el momento de mirar hacia muchas partes como amplio es el horizonte y sobre todo, mirar mar adentro de nuestro país; después de todo, ni Washington se hizo en cuatro años ni México se hizo en seis.
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