Los juicios de Oscar Wilde
Hace unos días conmemorábamos
el 116 aniversario del deceso de Oscar Wilde, su muerte comenzó a gestarse con los procesos que se le siguieron en Londres por sodomía
y por calumnias.
La historia comienza el 18 de febrero de 1895, fecha ya lejana pero de la que aún podemos aprender algo, ese día Lord Queensberry dejó abierta una nota para Oscar Wilde en la recepción del Abermarle Club, de Londres; su tono intimatorio y el hecho de que cualquiera hubiera podido leerla, situaba al escritor en una situación agónica. La nota era la siguiente: “Para Oscar Wilde, actuando como un sodomita (sic). Si el país le permite irse, mejor para el país; pero si se lleva a mi hijo con usted, lo seguiré donde quiera que vaya y le dispararé”.
Si bien Wilde enfrenta una disyuntiva de enormes dimensiones personales, en realidad es mucho más que eso, se trataba de una cuestión profunda cuyo sentido no podía escapar a un hombre del talento del irlandés; por una parte, al juzgar a Wilde se juzgaba la expresión del arte moderno en el contexto de su influencia social, y por la otra, se juzgaba la libertad —materializada en la preferencia sexual— dentro del entorno de la represión de la era victoriana. Para el escritor, el centro del litigio no se encontraba en el juicio de sus actos, sino en la calificación que una sociedad decadente y moralmente hipócrita, según sus propios parámetros, pudiera hacer de la expresión de un artista, y consecuentemente de su conducta; su propia cadena argumentativa demuestra que su objetivo principal era defender su postura como hombre de letras, con la moralidad independiente del creador, incluso no de cualquier creador, sino de aquel que desafiando a su sociedad había logrado seducirla. Además, frente a la grandeza del artista se encuentra la diminuta presencia del marginado, del sentenciado aun antes del juicio, aquel que debe enfrentar a una contraparte que representa no sólo la miseria de su tiempo, sino el ejercicio del poder que sostenía al imperio en los cinco continentes. La lucha de Wilde contra Queensberry resulta penosamente desigual. La superioridad del artista no alcanza a tocar la potencia del marqués, porque aun cuando el último ni siquiera puede escribir la palabra “sodomita” correctamente, no puede ser tocado por los alegatos de Wilde sobre la necesaria inmoralidad del arte y sobre la deseable independencia del escritor; Queensberry, a diferencia de Wilde, ha sabido elegir correctamente sus armas.
En junio de 1894, el padre de Bosie se había presentado —acompañado por un campeón de box— en casa de Wilde en Chelsea; el marqués amenazó al escritor, ante sus insultos, el dueño de la casa no tuvo otro remedio que echarlo a la calle con estas palabras: “no conozco las reglas de Queensberry, pero la regla de Oscar Wilde es disparar a matar”. En realidad el que disparó a matar no fue el autor de De profundis, sino el padre del boxeo moderno que no se avino a la discusión sobre la relación entre arte y moral; no sólo por cuanto la desconocía y carecía de elementos para comprenderla, sino porque prefirió mantenerse dentro de los estrictos límites del marco jurídico que le garantizaba una ventaja que no podía perder. Visto así, la situación de Wilde deviene desastrosa desde el principio, pues se acoge a una narrativa literaria que acepta equívocos diversos, mientras que la del marqués se torna cada vez más fuerte y estable porque está amparada por la narrativa jurídica que es monolítica y no puede aceptar más que una sola lectura, que, aunque proviene de razones diversas, conduce a un solo puerto racional y consensuado.
Los dos procesos de Wilde, como acusador y como acusado, no fueron en realidad, como sus protagonistas lo sabían, sino un pretexto para ocuparse de dos temas mucho más profundos; el primero, el íntimo de Wilde frente a su genio, su vocación y su postura frente a la vida, se trata de un combate a muerte en el que el autor lo apuesta todo por la verdad que justifica su existencia y da peso a su obra, por encima de su relación con Bosie; incluso trascendiendo a su impacto en la posteridad de la que, sin duda, Wilde era perfectamente consciente, una postura frente al mundo que le impide huir cuando sabe que ya todo está perdido, aun cuando sus amigos, de nuevo Shaw entre ellos, procuran todo para un glorioso exilio en Francia y que autores como Melissa Knox han llamado, por ejemplo, a long and lovely suicide; el segundo, el implacable juicio político y moral en el que el sistema judicial y la aristocracia se empeñaron para demostrar, a través de la desgraciada imagen de la caída de Wilde, el poder de sumisión de sus estructuras, tanto de la judicial como de la de los prejuicios de clase y condición económica.
