Riefenstahl, la larga memoria del dolor

Sevilla es, sin duda, una de las ciudades más hermosas del mundo; un rincón del planeta en el que la belleza se amotina contra los sentidos; tierra de toro y de poesía, de sangre y Guadalqui-vir. Es el verano de 2002, una mujer cercana al centenar de años está presente después de mu-chas décadas desde su última visita, la comunidad cinematográfica va a rendirle un homenaje, se trata de Leni Riefenstahl.

Para muchos Riefenstahl ha revolucionado el arte del documental y ha despertado admiraciones sin límite, como la de Jean Cocteau, fascinación por décadas y le corresponde la autoría de, al menos, dos de los más grandes documentos cinematográficos de todos los tiempos: El triunfo de la voluntad y Olimpia.

Leni se ve contenta y satisfecha. Cuando se dirige a la sala de proyección se encuentra con un espectáculo al que debería estar habituada —quizá lo esté— pero que no deja de molestarla. Una multitud se agolpa contra las puertas del cine y protesta, grita y se enardece. Es la comunidad gitana de Sevilla que quiere impedir el homenaje y que clama por la expulsión del territorio español de la cineasta. Ella no los enfrenta, los mira, los reta un poco y vuelve al auto que la había llevado. Es cierto, está habituada a esas situaciones, la han exhibido en televisión, en Londres, han impedido la muestra de sus películas, siempre con el mismo argumento. Ella no ha sido una documentalista, ha sido la madre de las mayores obras de propaganda jamás creadas y, para colmo, se trata de los dos documentos que engrandecieron la imagen del nazismo, que despertaron el imaginario que nos ha fascinado y aterrado por décadas. Su culpa mayor es haber sido amiga cercana de dos de los más grandes facinerosos de la historia reciente de la humanidad: Hitler y Goebbels. Hitler dijo de ella que correspondía al ideal de la mujer alemana y Goebbels afirmó que ella era la única artista que entendía el nazismo.

Esa tarde sevillana, hermosa como la recuerdan muchos, volvió a su hotel y recibió a unos cuantos periodistas. “Si nadie me quiere aquí, ¿para qué me invitaron?, ¿es mi culpa haber vivido esa época?, ¿es mi culpa haber querido hacer cine y haberlo logrado?”; las preguntas son más bien peticiones de principio y en las últimas dos se equivoca; no todos la odian en Sevilla, para algunos el punto de la discusión se centra en la amoralidad de la obra artística y en el precio que el artista tiene que pagar por lograr su obra; se equivoca también en la segunda, porque no hay culpa en haber nacido en 1902 y haber estado en plena madurez creativa en la época del nazismo —Marlene Dietrich fue su contemporánea y su vecina y no hizo películas para el gobierno nazi—, pero sí que era su culpa no haberse liberado del fascismo, sino haberlo servido de muchas formas, sobre todo creando su imagen estética y haberlo hecho con la completa idea de crear una fantástica obra de arte, pero creada para el gusto de quienes la habían patrocinado y, sin embargo, la pregunta sigue sin solución, porque la evidencia de la grandeza visual de su obra es indubitable.

¿Qué es lo que le duele a los gitanos que no quieren verla cerca de ellos ni de sus familias? La última película de Riefenstahl se llamó Tierras bajas, se trató de un dramón con danza y pandereta que quería retratar una España idealizada y ficticia. Una película accidentada en su creación y producción, que no alcanzó a terminarse, sino muchísimos años después de haber iniciado su filmación. Coincidió el comienzo de su realización con una visita de la cineasta acreditada por el gobierno de Hitler ante el gobierno amigo de Franco; desde luego, el gobierno territorial de España puso a su disposición todas las facilidades, entre ellas un grupo de auténticos gitanos que dieran color y sabor a las escenas; después de la filmación, esos españoles, ya agrupados por etnia, fueron remitidos a Mauthausen y a varios campos de concentración; los sobrevivientes y sus descendientes fueron los mismos que Frau Riefenstahl encontró saboteando su homenaje.

A diferencia de otros artistas adictos al fascismo, como Céline, nadie olvidó el turbio pasado de Riefenstahl, aunque se pasara más de la mitad de su vida negando su proximidad a Hitler, Goebbels y Speer. Nadie lo olvidó porque la grandeza de su trabajo es también la más profunda de sus miserias; al inventar la estética del crimen y al convertirla en mito a través de la imagen, dejó para siempre constancia, inolvidable, de la magnitud del crimen. Es cierto que ella sólo quería hacer cine, pero también eligió hacer precisamente esas dos películas patrocinadas e íntegramente planeadas para destacar la gloria del fascismo. Hay una delgadísima línea que divide al documento de la propaganda; en cierta forma Riefenstahl logra imágenes que valen por su propia belleza, pero en su conjunto, en su mecanismo, no pueden sólo considerar su realización y es esa potencia la que la volvió inolvidable para los amantes del cine y también, desde luego, para los que lograron salvarse de los campos de exterminio.

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