La Gioconda conoce a la reina de Camelot
En tiempos como los que corren pareciera que los buenos modos, el estilo y el buen gusto son lujos de los que se puede prescindir; Churchill decía que los buenos modos son los neumáticos que nos permiten recorrer los más agrestes caminos y es cierto, como lo es también que recurrir a la inteligencia tanto como al estilo y la educación, son expedientes que abren más puertas que la confrontación bárbara o la exhibición de fuerza.
Revisemos un ejemplo. La relación entre Francia y Estados Unidos durante la Guerra Fría no era de ningún modo cercana, demasiados desencuentros que se allanaron, en buena parte, gracias a una mujer prodigiosa.
En 1961 John y Jackie visitaron a De Gaulle en París, el general quedó maravillado con la personalidad y el estupendo francés de la primera dama; en la cena de Estado, el Presidente de Estados Unidos afirmó: “Soy el hombre que ha acompañado a Jacqueline Kennedy a París y lo he disfrutado”. De Gaulle se mostró interesado en las nuevas ideas de John y el trabajo impecable de Jacqueline fue allanar el camino del entendimiento; ella, sin embargo, tenía sus propios objetivos, había leído la obra de Malraux, entonces el poderoso ministro de cultura, sus charlas fueron gratas para ambos y él fue su guía en una visita a la Jeu de Paume y a la Malmaison.
En 1962 la reina de Camelot impuso a su corona una joya inimaginable; en mayo, Malraux visitó Washington y se hospedó en la Casa Blanca; ahora como anfitriona, Jackie devolvió la visita guiada y llevó al escritor a conocer la National Gallery. Como la señora Kennedy no necesitaba intérpretes podía, por sí misma, acercarse y alcanzar sus objetivos. De alguna manera que no lograremos conocer, Malraux y Bouvier concibieron la idea de llevar La Mona Lisa a Washington por algunos días; el hecho era que la ilustre pintura sólo había salido del museo en dos ocasiones: cuando fue robada y cuando se le escondió para ponerla a salvo de la brutalidad y venalidad de los nazis y, desde luego, nunca había estado fuera de territorio francés; aunque el político recriminó al escritor por la reticencia de Francia a colaborar con la carrera nuclear y el ministro regañara al Presidente por su falta de humanidad en Vietnam, lo cierto es que el diálogo fue cordial en gran parte porque Jackie había encontrado en el arte una ruta alternativa evitando que la diferencia de opiniones enrareciera el ambiente.
Cuando regresó a París, Malraux expuso el proyecto al Presidente y De Gaulle se impuso al gremio de los conservadores del Louvre que se oponían a que La Gionconda se aventurara fuera de casa; el afecto y respeto de De Gaulle por Malraux quedó de manifiesto –y también la razón que concedía a la causa de Mrs. Kennedy– cuando el general zanjó de golpe la cuestión: “Malraux sabe lo que hace y lo hace bien”.
Para octubre de 1962 las cosas iban tan avanzadas que el presidente Kennedy escribió a John Walker, director de la National Gallery, para que, directamente y en su nombre, negociara con Hervé Alphand, embajador de Francia, los términos de la exposición, la nota de instrucciones dejaba ver cómo el rey cedía a la reina de Camelot el control de una situación delicada como delicadas eran sus maneras de atenderla; decía la nota: “Negocie la seguridad y protección de dos cuadros que serán enviados desde Francia este otoño. Estos cuadros llegarán a Estados Unidos como el más generoso gesto del presidente De Gaulle y del ministro de cultura francés André Malraux hacia la señora Kennedy y hacia mí”.
La impronta de Jackie había quedado indeleble, La Gioconda sería exhibida no sólo en la capital y en Nueva York. La exposición fue inaugurada por Malraux y la pareja el 8 de enero de 1963. No pudo haber tenido más éxito; entre las dos ciudades visitaron la pintura un millón 700 mil personas; las obras regresaron intactas a su hogar y los Kennedy, como correspondía al fulgor de Camelot, quedaron como grandes patronos de las artes de su tiempo. No cabe duda que fue el talento de ella lo que logró la hazaña, La Gioconda sólo volvió a salir de casa una vez más, en 1974, para visitar el National Museum de Tokio, en esa ocasión, a modo de protesta, todos los conservadores del Louvre renunciaron.
