Todos somos migrantes

En este contexto, dado que todos somos migrantes, volviendo al poema de Nezahualcóyotl, somos “semilla de otros rumbos”, resultaría natural que tendiéramos a ser solidarios con quienes atraviesan nuestro territorio con ánimo de llegar a los Estados Unidos para establecerse.

Todas las culturas vienen de lejos; el mito de la migración sagrada acompaña a las civilizaciones, como un patrimonio común de todos los pueblos, nos sentimos, como decían los antiguos mexicanos “espora venida de lejos”; de Aztlán, más allá de las Columnas de Hércules, lejos de la tierra que mana leche y miel. Aparentemente existen similitudes entre La Eneida y la saga de los antiguos pueblos nahuas, como los señaló Alfonso Reyes, son en realidad el depósito común de una metáfora cuyo núcleo es nuestro sentimiento de ser, desde siempre, viajeros en el mundo, extranjeros en toda tierra.

Ser extranjero en otra patria, con la esperanza de afincarse y construir una vida nueva, es uno de los sentimientos más complejos que se puedan experimentar; el migrante experimenta una sensación de abandono respecto de la tierra que lo ha expulsado o en la que no ha podido seguir viviendo; al mismo tiempo, entre la gratitud y el desaire, entre el miedo y la esperanza, la nueva tierra lo recibe dura y áspera pero casi siempre dispuesta a generar nuevas raíces. Este proceso de aceptación y renovación vital puede tomar dos o tres generaciones; Lafcadio Hearn, que vivió en Japón por décadas, sabía que ahí, en la patria que adoptó pero en la que no pudo asimilarse, ese proceso era prácticamente imposible, lo mismo testificó cien años después Amélie Nothomb en su Estupor y temblores; los migrantes perderán primero su religión, luego su idioma que dejará de ser social para volverse familiar, luego sacramental y, finalmente, se asimilará al idioma dominante; por último perderán su cocina y, cinco o seis generaciones después, se verán como franceses de origen marroquí o como norteamericanos que vinieron de Puebla. Pero lo que ninguno perderá jamás, es el sueño del retorno al mítico lugar de los orígenes y sabrán lavar con su vida las imperfecciones del lugar de donde vinieron.

En este contexto, dado que todos somos migrantes, volviendo al poema de Nezahualcóyotl, somos “semilla de otros rumbos”, resultaría natural que tendiéramos a ser solidarios con quienes atraviesan nuestro territorio con ánimo de llegar a los Estados Unidos para establecerse; hace unas semanas, en un cruce de calles se aproximó al auto en que iba con mi familia un hombre cargado de una diminuta mochila, su acento inconfundiblemente nicaragüense, su mirada recelosa y la enorme duda que denotó al acercarse a nosotros me hizo pensar en la enorme soledad del migrante; si bien alguien del auto se sobresaltó, era evidente que aquel hombre estaba más asustado que nosotros. En esos momentos uno piensa en términos duros de aceptar, como “ilegal”, como si algún ser humano, por sí mismo, pudiera estar fuera de la ley cuando lo humano es en realidad el fundamento de toda ley; uno piensa en las jornadas enormes y, en nuestro país como en otros, en la dimensión de los peligros que los esperan, que todos conocemos y contemplamos a veces con indignación y otras con hastío.

Sabemos de las historias de éxito de los migrantes que al cabo de los años o de las generaciones llegaron a fincar hogar y empresa, de los que una o dos generaciones después produjeron una primera dama de los Estados Unidos o un gobernador de un estado fronterizo, pensamos en el republicano español cuyo nieto cosecha honores en México, en el judío cuyo nieto es nominado a un premio internacional. Pero de los otros sólo nos acordamos cuando los titulares de los periódicos hablan de las muertes por decenas. Si fuéramos conscientes que todos somos migrantes, que todos estamos de paso y que no importa cuán lejos se viaje, nunca se termina de salir de casa, tal vez podríamos experimentar un sentimiento de mayor fraternidad y humanidad.

El poeta palestino Mahmud Darwish escribió un poema que luego citaría con frecuencia Carlos Fuentes, “séllame con tu mirada, llévame donde quiera que estés… protégeme con tu mirada, llévame como una reliquia de la mansión del dolor… llévame como un juguete, como un ladrillo, para que nuestros hijos no se olviden de regresar…”, éste es el canto universal de todos los pueblos, de todos los humanos que lo que siempre estamos deseando es regresar a casa.

                *Profesor e investigador de la UNAM

                callejas@mac.com

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