Moustaki y el niño

Me dijeron que se había muerto a los casi 80 años en Niza. No es cierto. No se puede morir...

A Vicente Callejas Ruelas

Algún día de 1978, más o menos, un niño de curiosidad insaciable, descubrió una caja donde su padre guardaba cassettes; uno de ellos decía “Georges Moustaki”. Al escucharlo el mundo se transformó, se hizo enorme, aparecieron alamedas y palacios ignotos; una ciudad entera se volvió el sueño más apetecible. Era un concierto de Georges Moustaki en el Olympia de Paris difundido por RadioUNAM. Lo que ese niño escuchó entonces se convirtió en secreto y cifra, en abretesésamo y en misterio. Atesoró durante décadas la cinta y, cuando los aparatos que hacían posible el milagro de la reproducción del sonido ya no eran aptos, guardó la cinta ya no como un soporte de sonido sino como un talismán.

La lengua de la cinta era un enigma; ¿qué decían aquellas canciones dotadas de vida? Ilustrado por el locutor, supo que se trataba de lengua francesa y que el cantante, “Georges Moustaki, seguía la tradición del chansonnier parisino, llevándola más allá de la ciudad…”; hay frases que se quedan grabadas para siempre en la memoria. Tardó diez años más en tener los rudimentos necesarios para comprender lo que las canciones decían y, entonces, el niño que ya no era, volvió a asomar su nariz impertinente para fascinarse con las canciones… “Bahia des pêcheurs, des marins… C’est là que j’ai retrouve le paradis du côté de chez Jorge Amado…”, ¿quién era aquel del que hablaba Moustaki? De la canción saltó a las letras y comprendió por qué el francés se refería a Amado como parte de un paraíso; su imaginario albergó a Teresa Batista, a Tieta de Agreste y sobre todas las mujeres imaginarias del mundo a Gabriela, la del clavo y la canela.

El que fuera niño se dio cuenta de que todos somos extranjeros en el mundo, aun en nuestra propia casa, y que la idea de caer en este mundo es recorrerlo y apropiarlo, vivirlo y conquistarlo: “avec ma gueule de métèque, de juif errant et de pâtre grec…”. Como si uno pudiera albergar todas esas sangres en sus venas y, si cada uno resultaba extranjero en este planeta, por qué no ser el mexicano que debía ser y, al mismo tiempo, el judío errante, el combatiente del Madrid asediado, el lector de la saga soviética, el aprendiz de otras lenguas; por qué no ser todo y más. Cuando la niñez lo hubo abandonado, cuando murieron las abuelas, cuando murió la tía anciana de años y de cuidados de niños ajenos, entonces supo que ese movimiento de su espíritu se llamaba cultura.

Y quedaba más, cada nueva canción era conseguida y celebrada como se celebra un tesoro; buenas para amar: “on a fait l’amour en passant, comme les voyageurs de l’air du temps…”; para soñar, “nous voulions des chateaux dans l’Espagne…” y se convirtieron en una educación moral para el gusto de vivir a fondo, cuadraban con las lecturas de Cortázar y eran el remanso de un mundo secreto.

Todavía más; en esos sonidos estaba la capital del mundo, el centro del universo, como diría Astérix, “la ciudad más prodigiosa del Universo”, ahí estaba París, con la Maga y Oliveira, con Sartre y Beauvoir, con Dreyfus y Zola; con sus mujeres hermosas armadas con un café y un libro retando al mundo desde el Café de Flore; como un sueño por realizar el lugar del que cada año decía, como los judíos del exilio, el año próximo en París; París llegó como llegan las cosas buenas, solas y a tiempo. Al llegar, sufrió el impacto más brutal que pudiera imaginarse, supo que no era apenas nada en un mundo lleno de maravillas por conocer; apenas tocó el suelo de la ciudad, volvió el niño a abrir sus ojos como platos y en una sola tarde enloquecida lo hizo caminar hasta que las piernas no le respondieron. Se negó a ver los defectos de la ciudad; había llegado al París de Moustaki. Si el adulto en el que el niño se convirtió ha visitado París en otras ocasiones, es algo que tendrán que decir los que lo hayan visto, porque para ese adulto, volver a París es volver a la emoción de la cinta magnética en la que se escuchaban las canciones francesas y al pasmo del niño que descubría cuán grande era el mundo.

Entre las canciones del casete prodigioso, había una que no estaba en francés, sino en una lengua desconocida. No había manera de identificar las canciones, aunque se supiera de memoria —en su triste imitación fonética— cada una de ellas. Primero pensó que era árabe, pero no, no podía ser porque otra cinta de la casa (que tampoco estaba en árabe sino en hebreo, aunque lo supo mucho después) no sonaba igual que la canción misteriosa; ésta decía en alguna parte “potami…”, y eso sonaba como hipopótamo, que en la escuela le habían dicho significaba “caballo de río” en griego; entonces la canción algo diría sobre los ríos y además estaba en griego y así, una más de las puertas se abrió y llegaron Kazantzakis, Séferis, Doxiadis ,Melina Mercouri y Eleftheria Arvanitaki.

El niño se extinguió, o casi; se queda en la biblioteca en que vive, donde duerme mientras el adulto en el que se convirtió sale a ganarse la vida. Se encuentran a veces, casi siempre de noche, cuando el adulto se sienta frente al teclado y se olvida de todo y recorre en sus libros países ignotos y trata de escribir la frase que salve el día y ponga orden en las experiencias acumuladas en las últimas horas; entonces el adulto se levanta de la silla y se encuentra con el niño en la página de un nuevo libro. A veces se queda mirando sus librerías —y su mujer se ríe al recordar al mítico vecino de su padre, que pasaba horas y horas contemplando sus dos autos compactos a falta de mejor ocupación—, cuando parece estar como embobado contemplando los lomos de sus libros; en realidad espera a que el niño que entonces fue, tímido y silencioso, se acomode las gafas que nunca se acostumbró a usar y le haga una seña para mostrarle lo que acaba de descubrir en un libro.

Me dijeron que Georges Moustaki se había muerto a los casi 80 años en  Niza. No es cierto. No se puede morir porque en mi escritorio está un casete que mi padre me regaló cuando yo era niño y que tieme grabado un concierto suyo; no se puede morir porque no me da la gana que se muera la gente que sabe vivir, que da gusto. No se puede morir porque, entonces, ¿quién llevará la tradición del chansonnier parisino más allá de la ciudad?

                *César Benedicto Callejas

                Profesor Investigador, UNAM

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