Logo de Excélsior                                                        
Global

Historias de la invasión a Ucrania: Huyen de la guerra con una maleta llena de incertidumbre

Con la entrada de tropas rusas en suelo ucraniano, Mohamed, Polina, Pedro y Maria, como miles de desplazados, emprendieron una travesía para librar el fuego cruzado; ahora, desde la estación del tren de Przemysl en Polonia, buscan llegar a algún lugar donde puedan retomar sus vidas

Pascal Beltrán del Río. Enviado | 01-03-2022
Fotografía: AFP


 

PRZEMYSL, Polonia.- El tren entró en la estación pasadas las 10 de la mañana, cargado de incertidumbre. Centenares de ucranianos —niños, mujeres y ancianos— y algunos extranjeros —sobre todo hombres adultos— entraban en Polonia con su vida en una maleta.

Atrás había quedado la guerra, y por eso estaban aliviados de encontrarse en un país de la Unión Europea, pero llevaban sobre los hombros grandes dudas sobre el futuro y un enorme desconcierto sobre la forma tan repentina en que se había transformado su existencia.

Los últimos 40 kilómetros que transitaron por territorio ucraniano habían sido de pavor. Una hora después de dejar Leópolis, ciudad por la que todos habían pasado, la caravana de autos que serpenteaba hacia la frontera, huyendo de la muerte y la destrucción, se había frenado en seco.

Después de esperar un tiempo prudente en el auto, los desplazados debieron seguir el camino a pie. Muchos ya llevaban todo un día sin comer y apenas venía lo peor. Luego de caminar 25 kilómetros, apareció el embudo humano. Miles de personas agolpándose en los filtros instalados por las autoridades ucranianas para revisar los documentos de los hombres con apariencia de tener entre 18 y 60 años de edad, a quienes les han prohibido abandonar el país pues ya tienen asignado un lugar en la resistencia armada contra el invasor ruso.

En la multitud aparecieron muchos jóvenes africanos —de Zimbabue, Ghana, Camerún y otros países— que se encargan de despedazar la impresión de que éste es sólo un conflicto que atañe a dos grupos de eslavos, los que hablan ucraniano y los que hablan ruso.

Uno de ellos, el joven ucraniano Mohamed Kasmi no salía de su asombro de haber visto por la ventana de su edificio cómo un vehículo militar pasaba por encima de un auto civil, cuyo conductor, por un milagro, fue sacado vivo de los fierros retorcidos.

Al día siguiente, una bomba cayó en el inmueble de enfrente. El impacto sacudió su departamento. Cuando bajó a revisar cómo estaba su taxi, estacionado en la calle, lo encontró con todos los vidrios reventados. Mohamed no tuvo que pensarlo dos veces: sacudió los vidrios del auto, haciéndose una herida en la mano que requirió de un vendaje, y tomó rumbo para el poniente, hacia la frontera polaca. Manejó 600 kilómetros sin parabrisas, preso de viento helado.

La madrugada del jueves 24 de febrero, la estudiante de sicología Polina Prykhodko fue despertada por una llamada telefónica. Del otro lado de la línea estaba una amiga, que la urgía a empacar sus cosas y llamar a su mamá en Járkov. “Putin acaba de declarar la guerra”, le dijo alarmada. 

Rápidamente, Polina se puso de acuerdo con un grupo de bielorrusos, compañeros de su universidad, y partieron juntos rumbo a Varsovia, donde uno de ellos tiene unas amistades que ofrecieron ayudarlos.

Detrás de ella se quedaba su carrera trunca. Sólo le faltaban tres semestres para recibirse. El último tramo hacia la frontera —recuerda, con la memoria aún fresca— fue un auténtico infierno: personas peleando en los filtros migratorios, tratando en ser los primeros en emigrar.

Maria Aleksandrovna debió despedirse en Kiev de su esposo Oleg. Él tiene 59 años de edad y, por tanto, no es lo suficientemente viejo para eludir la orden de enlistarse para la guerra.

En compañía de una de sus hijas y su perro, Maria busca llegar a Praga, donde vive otra hija desde hace cinco años. Igual que la mayoría de los refugiados que llegaron ayer, no trae dinero. “Imagínese —me dice— yo era cajera, ganaba el equivalente de cien euros al mes, ¿cómo podía ahorrar, si vivía al día”. Cuando le pregunto qué lleva en la maleta, dice que sólo algo de ropa y papeles. Espera que cuando esto pase se pueda encontrar con su marido. “No quise llevarme las fotos familiares porque eso es un mal augurio”.

Ahmed, un ucraniano de orden jordano, se consideraba un hombre rico hasta la semana pasada. Hoy está igual que los demás, quebrado en la carrera y en las ilusiones.

Yo tuve una premonición”, me dice. “Estaba seguro que venía la guerra y, hace dos semanas, mandé a mi esposa y mis dos hijos a Jordania”. Cuando le pregunto cómo evitó la conscripción, este ingeniero de profesión, quien llegó a vivir a Kiev como estudiante, me dice, con algo de vergüenza en los ojos, que negó su nacionalidad adquirida y alegó que era jordano. “¿Para qué me quieren en el frente? Yo no sé pelear con un arma”.

 

—¿Qué pasó con su casa?

—le pregunto.

—Ahí se quedó, con 20 autos en el garaje. No sé qué pasará con ella, espero volverla a ver y que todo siga intacto. Pero ahora sólo quiero alcanzar a mi familia. 

La estación del tren de Przemysl es un hervidero. Gente viene y va, entra y sale de la sala de espera repleta. Los recién llegados esperan conseguir un boleto para subir a un autobús que los lleve a algún lado donde puedan retomar sus vidas.

A un costado del edificio construido a fines del siglo XIX —uno de los pocos que no fue arrasado en las dos guerras mundiales— se apila ropa donada por un artista alemán. Nevó en la mañana y hace frío. Muchos refugiados hurgan en el montón de prendas de segunda mano, buscando cómo abrigarse.

Tassilo von Würzburg, el artista, manejó más de mil kilómetros en una vieja cámper para traer la ropa. Ahora ofrece llevar a cuatro refugiados con él a Alemania. “Es lo menos que puedo hacer”, dice. “Esta gente ha perdido casi todo”.

Al turista portugués Pedro Almeida, la guerra lo agarró de vacaciones. Tengo amigos en Kiev y m  invitaron a visitarlos. “Me juraban que no habría invasión, que era pura propagada”, dice.

En su auto rentado, avanzó hacia la frontera hasta que se topó con el embotellamiento. “Tuve que dejar el coche en un supermercado. Ahora que regrese a Lisboa, les mandaré las llaves por correo”.

En su teléfono celular, Almeida registró la pesadilla: dos días sin comer, caminando por la carretera, esperando horas en fila para ser subido en el tren que lo trajo aquí, y luego aguardar 10 horas en un vagón hacinado hasta que la locomotora se puso en marcha. “Yo regresaré ahora a mi vida. Tomaré el tren a Varsovia, y luego un avión a Lisboa con escala en Múnich. Pero ¿toda esta gente, qué va a pasar con ella?”.

 

 

*En el siguiente enlace encontrarás las noticias de Última Hora

 

Visita nuestra Última hora

*También checa nuestras Galerías

Visita nuestras Galerías

Conoce lo más viral en Facebook Trending 

Lee a los columnistas de Excélsior Opinión

 

clm

Te recomendamos

Tags

Comparte en Redes Sociales