El Rey del mambo

México fue el trampolín para que el género creado por Dámaso Pérez Prado, quien hoy cumpliría 100 años, fuera conocido a nivel mundial y usado en diversas cintas

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CIUDAD DE MÉXICO

Durante una entrevista que Dá­maso Pérez Prado le dio a Ve­rónica Castro en el programa Noche a noche, a inicios de la década de los 80, dijo que nada lo hacía más feliz que la gen­te bailara y cantara sus mambos “porque finalmente, es un pla­cer sencillo”, y eso lo descubrió 40 años antes, cuando siendo un joven comenzó a estudiar música en su natal Cuba.

Para una generación entera, Pérez Prado, de quien hoy se ce­lebra su centenario de nacimien­to, se convirtió en el sinónimo del mambo, un género que si bien ya existía en Cuba, en México en­contró suelo fértil para su expo­sición logrando unir, a través de la música y el baile, a los diferen­tes estratos sociales del país.

Si bien Pérez Prado llegó al país en 1948 —se dice que fue la actriz y rumbera cubana Ninón Sevilla quien lo convenció dejar Cuba para hacer carrera en Mé­xico- fue durante los primeros cuatro años de la década de los 50 cuando el músico conquistó la radio y el cine nacional con el singular sonido de su mambo.

“Fue una época muy boni­ta, todo mundo estaba loco con el mambo. Todo mundo quería bailarlo y Pérez Prado con su or­questa era el mejor para tocarlo. Cuando estábamos en la prima­ria todas las niñas queríamos bailar mambo, como los grandes, pero a muchas no nos dejaban porque decían que era corrien­te, a nosotras no nos importaba queríamos bailar como lo hacían en las películas, era lo que oía­mos en el radio.

¡Qué rico mambo!, el Mam­bo No. 5 y el No. 8, Lupita, Mam­bo Universitario y el del Poli eran canciones que nos hacían bailar. Para la generación de mis pa­dres y para la nuestra, el mam­bo se convirtió en algo propio, los jóvenes lo queríamos y aun­que muchos papás lo veían como algo corriente, nosotros lo adop­tamos como nuestro porque era energético y vibrante… como son los jóvenes de todas las épocas”, compartió con Excélsior Marga­rita López, profesora de jardín de niños, jubilada, de 76 años, que al día de hoy sigue reuniéndose con sus amigas de la infancia con quienes en las fiestas aún bailan mambo.

El crítico, reportero de jazz y uno de los editores fundadores de la revista Rolling Stone, Ralph J. Gleason, escribió en su libro de 1952 Latin Leaders Explain Origin Of The Mambo que Pé­rez Prado sostenía que “el mambo es un ritmo afrocubano con toques de swing estadunidense. El mambo es un movimiento de retorno a la naturaleza, a tra­vés de ritmos basados en esos gritos y ruidos, y en placeres sencillos”, lo cual sumado a la sencillez de sus letras lo con­virtió en un éxito inmediato que al poco tiempo se deno­minó mambomanía.

Pérez Prado, a quien también llamaban el Rey del mambo y Cara de foca —apodo que se dice le otor­gó su amigo Benny Moré—, irrumpió con su sonido que conjuntaba diferentes géneros como el jazz y el swing, pero también con su forma de interpretarlo. Para él, el mambo era una fiesta que comenzaba en el escena­rio y se contagiaba por todo el lugar, era él quien con su bai­le y movimientos —patadas al aire incluidas— invitaba a la gente a seguirlo y disfrutar de la música.

Con tan sólo un año ins­talado en la capital del país, en 1949, Pérez Prado lan­za su primera placa: un dis­co de 78 revoluciones que de un lado tenía el tema ¡Qué rico mambo! y por el otro Mambo No. 5, ambas can­ciones fueron la semilla de la mambomanía, fenómeno que le abriría las puertas a la internacionalización.

Antes del mambo, los rit­mos preferidos eran el dan­zón, la rumba, la guaracha, el son y el bolero; la irrupción de este género fue arrolladora y sorpresiva, principalmente en la Ciudad de México, que vivía el auge de la modernidad, lo que promovió el gusto por el género; entre los más tradicionalistas de la clase alta se definía como un baile escan­daloso y sensual, sin embar­go, el sonido de Pérez Prado inundaba salones, cabarets, restaurantes y teatros, y por supuesto llenó las pantallas de su mejor aliado de difusión: el cine.

Con la mambomanía en su punto más alto, el Rey del mambo se adentró en el mun­do del cine donde su sonido quedaría inmortalizado, ya sea como arreglista, músico, intér­prete, director de orquesta y ac­tor, en más de un centenar de películas; sin embargo, fue en la década de los 50 cuando todos querían escuchar y ver mambo.

En un periodo de cuatro años, de 1949-50 a 1953, Pé­rez Prado participó en medio centenar de películas como Coqueta, Perdida, Aventure­ra, Pobre corazón, Víctimas del pecado, Del can can al mam­bo y El dengue del amor, entre muchas otras, donde su sonido quedó plasmado.

Pero no sólo fue su música, su imagen también quedó en la memoria colectiva. Películas como Locura musical, Manos de seda, Víctimas del pecado, junto a su amiga y connacio­nal Ninón Sevilla, y el clásico Al son del mambo —al lado de Adalberto Martínez Resortes, Rita Mon­taner y Las Dolly Sis­ter— lo colocaron en la lista de los artis­tas que consagraron la Época de Oro del Cine Mexicano.

La suerte le son­reía a Cara de foca, en 1950 el arreglista, productor y líder de una big band estadu­nidense Sonny Burke escuchó en México ¡Qué rico mambo! y decidió grabarla con su or­questa convirtiéndola en un éxito bajo el nombre de Mam­bo Jambo, lo cual Pérez Prado aprovechó para salir de gira por Estados Unidos y a partir de ahí comenzó a grabar con la com­pañía RCA.

Su salto hacia Europa sería cuestión de tiempo y el cine, una vez más, quien lo cata­pultaría a la gran pantalla. Fue Federico Fellini quien decidió darle una oportunidad al soni­do de Pérez Prado en la cinta La Dulce Vida, protagonizada por Marcello Mastroianni y Ani­ta Ekberg. El cineasta utilizó el tema Patricia en varios seg­mentos de la película, incluyen­do una secuencia de una fiesta donde la música es el fondo de un striptease.

Desde la década de los 50 la música de Pérez Prado via­jó por el mundo de cineastas, principalmente estaduniden­ses, quienes ocuparon el so­nido en diversas cintas como Cha-Cha-Cha Boom!, De Fred F. Sears, y The Brave Bulls, de Robert Rossen, ambas de 1956; más recientemente Grandes Bolas de Fuego (1989), de Jim McBride; Nacido el 4 de julio (1989), de Oliver Stone; Kika, de Pedro Almodóvar (1993); Ed Wood (1994), de Tim Burton; Casino (1995), de Martin Scor­sese, y El curioso caso de Ben­jamin Button (2008), de David Fincher, por nombrar algunas, hacen visible y audible el lega­do del cubano.

Si bien el cine fue su gran aliado en México, Estados Uni­dos y Europa, la radio lo llevó más allá de las fronteras del país. Fue a través de este me­dio de comunicación que Latinoamérica se inundó del sonido de Pérez Prado; si bien el bolero marcaba la pauta en cuanto a la lírica, el mambo aca­paró un gran espacio en la radio y el gusto de la gente por su ritmo y senci­llez en la letra.

La capital peruana no era ajena a la mambomanía. En 1951 Lima, Perú, se convirtió en el centro del fenómeno cuan­do el Rey del mambo la visitó; horas antes de su llegada, una gran cantidad de seguidores, en su mayoría jóvenes, se organi­zaron para darle la bienvenida enfrentando una avalancha de críticas encabezada por el car­denal Guevara, sin embargo —y a ritmo de mambo— siguieron la caravana del convertible que transportaba al músico naci­do en Matanzas, Cuba, hasta el centro de la ciudad. La comitiva se conformó de 20 automóviles y dos camiones.

Después de que Pérez Pra­do compartiera un coctel con los miembros de la prensa lo­cal, ese mismo día, el 3 de mar­zo, ofreció una presentación en el Club Lawn Tennis de la Exposición.

Se dice que entre sus se­guidores se encontraron Er­nesto Che Guevara y Alberto Granados, quienes duran­te su estancia en Lima, donde habían trabajado en un hospi­tal atendiendo leprosos, arma­ron una balsa a la cual llamaron Mambo-Tango, colocando la popularidad del género con su patriotismo.

Sin dudarlo para el Rey del mambo su principal motiva­ción profesional era la felicidad de su público: si la gente bailaba y cantaba sus canciones él era feliz, así lo demostró con su tra­bajo, y su legado continúa ha­blando por él mismo.

Dámaso Pérez Prado nació el 11 de diciembre de 1916 en el poblado de Matanzas, Cuba, y es considerado el mayor di­fusor a nivel internacional del Mambo. Comenzó sus estudios musicales en Matanzas a tem­prana edad y fue en los años 40 cuando se trasladó a La Haba­na, donde comenzó a tocar con diversas orquestas como La So­nora Matancera y la Orquesta Casino de la Playa.

En 1948 cambió su resi­dencia a la Ciudad de Méxi­co donde encontró el éxito; se le acreditan más de 40 discos grabados, además de 122 cintas en las que aparece su nombre en diferentes créditos. En 1980 adquirió la nacionalidad mexi­cana y vivió en el país hasta el 14 de septiembre de 1989 cuan­do falleció a causa de un paro cardiaco a la edad de 72 años.

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