¿Qué falló en la transición democrática?

Por Jaime Rivera Velázquez La transición democrática de México fue un proceso de cambios políticos graduales que permitió pasar de un régimen autoritario –basado en un presidencialismo casi sin límites y un partido hegemónico que se confundía con los aparatos ...

Por Jaime Rivera Velázquez

La transición democrática de México fue un proceso de cambios políticos graduales que permitió pasar de un régimen autoritario –basado en un presidencialismo casi sin límites y un partido hegemónico que se confundía con los aparatos del Estado–, a un régimen de libertades políticas, elecciones auténticas, una separación de Poderes relativamente equilibrada y un sistema de contrapesos que limitó al Ejecutivo. Ese proceso se puede acotar entre 1977 y 1997. Después de ese periodo, México experimentó una democracia imperfecta, que nunca maduró y que en momentos decisivos demostró sus vicios y su fragilidad.

A pesar de sus deficiencias, dentro y fuera del país se creó el consenso de que México había ingresado a la categoría de democracias en el mundo. Algunos autores académicos y analistas críticos subrayaban sus defectos para no incluir a nuestro país en el subconjunto de las democracias consolidadas y, menos aún, en el club, más reducido, de las democracias con un Estado social, democrático y de derecho. No obstante, en el debate público nacional se asentó el supuesto de que vivíamos en democracia, aunque había que continuar reformándola para consolidarla. Sólo una minoría de actores políticos negaba la existencia de una democracia “verdadera” y hasta calificaba la transición democrática como una mera simulación. Al cabo de unos años, esa creencia ganó terreno y hasta conquistó una mayoría electoral, que ha permitido pasivamente que la mayor parte de las instituciones creadas durante la transición sean desmanteladas. De modo que puede afirmarse que la transición democrática y el régimen político surgido de ella llegaron a su fin. Para el actual bloque gobernante, ese cambio anuncia la instauración de una “nueva democracia”, mientras para muchos mexicanos lo que se observa es una regresión autoritaria cuyos alcances aún son difíciles de dimensionar. 

Es muy pertinente preguntarse qué falló en la transición democrática mexicana para que sus frutos durasen apenas unos veinte años. Sé que las causas son múltiples, además del influjo de tendencias internacionales que están erosionando inclusive a algunas democracias antiguas y consolidadas. De las causas internas quiero destacar por ahora sólo dos: la persistencia de una gran desigualdad social y el no haberse erradicado la corrupción.

La desigualdad social y la pobreza son rasgos estructurales de las pueblos del territorio mexicano aun antes de la Conquista; en la sociedad novohispana la desigualdad sólo se modificó en cuanto a sus formas jurídicas; la Independencia cambió muy superficialmente la estructura social; el régimen que le siguió a la Revolución, si bien modificó la propiedad de la tierra y creó leyes de protección social, quedó muy lejos de ofrecer una auténtica igualdad de oportunidades; a finales del siglo XX y en las primeras décadas del presente siglo, si bien se impulsaron nuevas políticas de inclusión y compensación sociales (los programas Solidaridad, Progresa, Oportunidades, Prospera), sus resultados fueron muy limitados.

Durante la transición se alimentó sin mesura la expectativa de que la democracia resolvería muchos problemas ancestrales de México, entre ellos la pobreza y la desigualdad. Sin embargo, la democracia iguala los derechos políticos, pero no garantiza por sí misma la prosperidad ni la equidad social. Cuando el nuevo régimen democrático y sus élites gobernantes no pudieron reducir sustancialmente la desigualdad (y tampoco pusieron mucho empeño en lograrlo), amplias franjas de la sociedad se sintieron frustradas y hasta traicionadas. De la frustración al resentimiento social sólo había un paso, y éste fue aprovechado e incitado por un líder político que prometió soluciones fáciles a todo. Además, no solamente desacreditó a las élites que gobernaron en el periodo democrático, sino descalificó a la democracia misma y a todas sus instituciones.

La corrupción es un mal muy arraigado en el gobierno y en la sociedad de México, muy relacionado con la débil cultura de respeto a la ley. Es un grave error o un engaño deliberado decir que la corrupción se combate eficazmente con prédicas morales. Se requiere fortalecer el Estado de derecho y construir un entramado de normas e instituciones que prevengan, vigilen y sancionen las conductas infractoras, tanto de los gobernantes como de particulares que se coludan con ellos. Los mecanismos más eficaces contra la corrupción son la transparencia, la rendición de cuentas y un sistema de justicia independiente, imparcial y expedito. Algo se había avanzado en esa dirección, pero se requerían tiempo, voluntad política firme y altura de miras. A los gobiernos surgidos de la transición les faltaron las tres cosas. La vigilancia de organismos de la sociedad civil y de la prensa independiente demostraron y exhibieron que la corrupción persistía y que la voluntad política para acabar con ella era escasa. El fracaso parcial de los mecanismos institucionales contra la corrupción dio pretexto al nuevo grupo gobernante para suprimirlos. Sin instituciones autónomas de vigilancia, ahora todo depende de la buena voluntad de los gobernantes… Y ya empiezan a revelarse las consecuencias.

El régimen de la transición democrática ya quedó atrás, sin haber terminado de edificar un Estado social, democrático y de derecho. Aún falta ver cuáles adjetivos merecerá el nuevo régimen que se está implantando.

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