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La emoción más antigua

Luis de la Barreda Solórzano

Luis de la Barreda Solórzano

Un leve picor en la garganta, un par de estornudos, el cotidiano escurrimiento nasal que suele aparecer como una reacción alérgica en las mañanas, un breve acceso de tos, una pasajera sensación de escalofrío, un tenue dolor muscular en el pecho que se ha presentado muchas veces. Nada extraordinario, pero ahora sentimos un pinchazo de inquietud porque las noticias nos dicen que ese maldito nuevo virus, asesino fantasmal, puede estar en todas partes; que cualquier persona, aun asintomática, podría ser portadora; que se contagia con facilidad y que no hay medicina para combatirlo.

Sentimos miedo, la emoción más antigua de la humanidad, la que, desde la aparición del homo sapiens, provocaban el relámpago y la tormenta, los eclipses y las estrellas fugaces, las sombras de la noche y los sismos, los síntomas enigmáticos y las fieras y, sobre todo, la muerte de los otros, que hacía intuir la propia. Miedo: esa angustia punzante ante un riesgo real o imaginario, ese recelo o aprensión de que nos suceda algo desagradable, dañino o aniquilador. Miedo: esa sensación perturbadora derivada de la conciencia de nuestra inevitable fragilidad, de la vulnerabilidad propia de nuestra condición. Miedo: ese estremecimiento por sabernos mortales, susceptibles de perder lo que amamos, lo que consideramos nuestro, lo que nos hace ser, estar aquí.

Se han cerrado en la Ciudad de México —como en el resto del país— escuelas, cines, teatros, museos, bares, cantinas, estadios, gimnasios, zoológicos, porque al fin la jefa de Gobierno ha reconocido que las concentraciones multitudinarias son riesgosas; pero permanece abierto el Metro, y me consta que allí, en los vagones y aun en los andenes, el roce es ineludible, el cuerpo a cuerpo sin guardar distancia alguna es lo ordinario. Quienes tienen que seguir trabajando para ganar el pan de cada día y no disponen de otro medio de transporte para llegar a su centro de trabajo deben sentir un miedo más intenso de ser contagiados que quienes se resguardan en casa.

Asimismo, quienes no tienen agua en su hogar todos los días —la mitad de la población— y escuchan en la televisión y la radio que la mejor prevención del virus es lavarse las manos continuamente con agua y jabón, deben sentir un miedo más agudo que aquellos que sólo abriendo la llave cualquier día y a cualquier hora saben que brotará ese líquido maravilloso que se valora más, en todo lo que vale, en circunstancias como las actuales en que hace más falta que nunca.

No están exentas del temor al virus las mujeres que viven con un maltratador, quien, hasta hace poco, las zahería solamente al regresar de la jornada laboral y ahora lo tienen en casa todo el día porque fue de los favorecidos con las medidas contra la pandemia; entonces han de soportar al barbaján incesantemente, y lo que antes era un tormento con horario delimitado ahora se ha vuelto un infierno a todas horas. Las atormenta la presencia continua de su verdugo, pero comprenden que la situación obliga a soportarla: el miedo a la muerte es más grande que la zozobra que causa el canalla.

Las familias numerosas que viven en un solo cuarto y han admitido que el aislamiento es conveniente, soportan, por miedo, las incomodidades y las tensiones que por el hacinamiento les causa el encierro a piedra y lodo. Quienes trabajan en la informalidad —la mayoría de los mexicanos económicamente activos—, aunque quizá les infunda mayor desasosiego la perspectiva del hambre, que también mata, tampoco están libres del miedo al virus. Los más vulnerables, los viejos y los que padecemos alguna enfermedad crónica, asumimos con desazón que no hay camas hospitalarias suficientes, que el gobierno actual ha deteriorado nuestro sistema de salud y que, de enfermar, tendríamos el no envidiable honor de ser diana preferente de la Parca.

Unos más que otros, todos —salvo los que toman el asunto a la ligera, los que, por ejemplo, aprovechan el permiso de no asistir al sitio de trabajo para irse a la playa— sentimos miedo, ese mismo miedo que sintieron quienes se vieron asolados por la peste en el Medioevo, la gripe española a principios del siglo XX o el VIH/sida hace cuatro décadas, ese miedo que nunca ha dejado de acompañar a la humanidad y que en circunstancias como las actuales nos sobresalta asiduamente.

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