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Y ahora… la amistad con Rusia

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

Un día como hoy, un 24 de marzo de hace 46 años, se producía un brutal golpe militar en Argentina. Yo tenía 20 años, vivía en Buenos Aires y era dirigente estudiantil. Muchos en la izquierda radical pensaron entonces que el golpe, al final, era algo bueno, que obligaría a definirse en favor o en contra del régimen: que con la dictadura la revolución estaría casi a la vuelta de la esquina. Ocurrió todo lo contrario. Poco después yo estaba en el exilio, mis compañeros, amigos y pareja, muertos o secuestrados; mis padres, mi hermana, mi tío, detenidos y desparecidos durante tres semanas. Mi hija nació en Suecia luego de que su madre estuviera seis meses en un campo de concentración, a su abuela, fundadora de las Madres de la Plaza de Mayo, la mataron casi el mismo día en que mi hija nació. Otros 30 mil estudiantes, trabajadores, periodistas, empresarios, desaparecieron para siempre. Miles fueron sencillamente asesinados. Decenas de miles terminaron en el destierro. Lo mismo pasó en buena parte de América Latina, México pasó momentos difíciles, pero ninguno como aquéllos. Al contrario, el régimen priista de aquellos años, como décadas antes con los republicanos españoles, se mostró, como la gente, solidario, abierto, sensible a aquellos que vivieron años brutales.

Han pasado 46 años, he pasado casi mi vida en México, donde construí una familia, una carrera, encontré decenas de amigos que reemplazaron con creces a los perdidos, pero sigo sin comprender cómo, con todo lo que se supone que habíamos aprendido en esta región del mundo, seguimos sin valorar la democracia, ese sistema que, diría Churchill, es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre… con excepción de todos los demás.

Hoy, la democracia está en riesgo por gobernantes populistas y autoritarios que han llegado al poder gracias a ella, para buscar destruirla. Ninguno peor que Vladimir Putin, que no sólo ha abolido cualquier forma democrática en Rusia, no sólo se ha perpetuado en el poder y ha aniquilado, físicamente, a la mayoría de sus principales oponentes, dentro o fuera de su país, sino que ha regresado al tipo de invasiones y agresiones militares que creíamos acabadas desde la caída del Muro de Berlín. La invasión rusa a Ucrania, un país autónomo, independiente, con una historia, una cultura y una lengua de siglos atrás, es la confirmación de que Putin desafía a la democracia, vulnerando sus principios esenciales, pero también a las instituciones nacidas desde el final de la gran guerra y poniendo al mundo en riesgo de una conflagración global.

Como país, estamos cometiendo un terrible error —en todos los sentidos— en no condenar la invasión rusa, en quedarnos en un tímido llamado a pedir que se respete la integridad territorial ucraniana, en decir que no nos sumaremos a las sanciones que han impuesto la enorme mayoría de los países democráticos del mundo, con el argumento de que no queremos pelearnos con nadie (cuando nos hemos peleado con España, Austria, el Vaticano, incluso con Estados Unidos y varios otros países por cuestiones absurdas), cuando condenamos que se le envíe armamento a Ucrania para que pueda defenderse e incluso ayer, confirmando que se seguirán envasando en México las vacunas rusas Sputnik, porque, dice el Presidente, la salud no tiene nada que ver con la política.

Lamentablemente, tiene que ver y mucho, siete de los diez países que han hecho peor papel frente a la pandemia son naciones con gobiernos autoritarios y populistas. La invasión a Ucrania no es un simple tema político: es una violación gravísima al derecho internacional, a los derechos humanos, una invasión que se ha ensañado, principalmente, con la población civil ante la resistencia que han encontrado las tropas rusas. Pero el paseo militar que, pensaban, los iba a instalar en Kiev en dos días, lleva ya un mes y se ha tornado en una pesadilla logística y criminal. Se enfrentan a gente que, simplemente, está peleando por sus vidas y su país. Resulta inconcebible que aquellos que festejaban, con toda razón, cuando era el pueblo de Vietnam el que resistía a la intervención estadunidense, hoy festejen o toleren una invasión, en el centro de Europa en pleno siglo XXI, sin decir una palabra.

Es peor. Ayer se creó en la Cámara de Diputados el grupo de amistad México-Rusia, un grupo destinado a apoyar al régimen de Vladimir Putin en su invasión a Ucrania. Lo encabezó el líder del PT, Alberto Anaya (sí, el mismo que estuvo acusado, junto con su esposa, de robarse el dinero destinado a guarderías infantiles y que también festeja al régimen de Corea del Norte), y en él participan algunos miembros de Morena y del PRI. El embajador de Rusia en México, Viktor Koronelli, alabó al gobierno del presidente López Obrador por no decirle “yes, sir” al Tío Sam, refiriéndose a Estados Unidos, y dijo que en Ucrania no hay una invasión, sino una operación especial para acabar con el régimen nazi en ese país. Y Anaya y su séquito lo aplaudieron.

Una vergüenza y una demostración de lo que realmente quieren y buscan para México. Es como si en 1936 hubieran formado el grupo de amistad con Francisco Franco o, tres años después, el de solidaridad con el régimen nazi de Adolfo Hitler. Lázaro Cárdenas debe estar revolviéndose en su tumba.

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