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Tlahuelilpan, poder local y crimen organizado

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

Se siguen sumando los muertos por el estallido en Tlahuelilpan, mientras la exigencia de que se haga justicia ante algo que fue mucho más que un mero accidente, crece en muchos ámbitos. Es una demanda justa y nada exhibe mejor las razones de lo ocurrido en ese municipio de Hidalgo, el que más tomas clandestinas ha tenido en ese estado en los últimos meses, que lo sucedido ayer. El presidente municipal, Juan Pedro Cruz Frías, aseguró que los pobladores de ese municipio se sienten ofendidos por “como nos está tratando el pueblo mexicano”, por las acusaciones o denuncias recibidas por la participación de muchas personas en ese municipio dedicadas al robo de combustibles. Al mismo tiempo, el presidente López Obrador sostuvo que el propio alcalde Cruz Frías está siendo investigado por operar un centro y depósito de huachicoleo y le recomendó “ponerse a disposición de las autoridades”.

Ése es el verdadero y principal problema que se debe enfrentar en esta lucha justa pero con muchos tintes de improvisación, contra el robo de combustible. Y no es diferente al escenario con que se encontró el presidente Calderón cuando inició la lucha contra el narcotráfico: descubrió, desde el poder, que al comenzar a enfrentar a los narcotraficantes, estos tenían base social y además contaban con apoyo, por corrupción o amedrentamiento, de las fuerzas de seguridad locales (y en algunos casos políticas).

El presidente López Obrador tiene un testigo de primera mano sobre lo ocurrido en esos primeros meses, porque la primera intervención en aquel sexenio se dio en Michoacán, cuando gobernaba Lázaro Cárdenas Batel, ahora coordinador de asesores del Presidente, que, ante el control creciente de las fuerzas del narcotráfico en el estado,  pidió ayuda federal para combatir a los criminales. Lázaro, que fue un buen gobernador, logró mantener el equilibrio durante el año que siguió a aquella intervención, pero poco después, cuando asumió Leonel Godoy el gobierno del estado, todo comenzó a deteriorarse rápidamente hasta que se produjo aquel famoso michoacanazo, que provocó la detención de presidentes municipales y funcionarios locales, dejados poco después sospechosamente en libertad por jueces locales y federales.

Las historias son similares porque la debilidad institucional también lo es. Ayer mismo, el presidente López Obrador informó que todos los ductos del país el lunes habían sufrido algún tipo de ataque. El adversario hoy como entonces (y actualmente) no son sólo los jefes criminales, sino las bases sociales que han logrado construir y la corrupción de las autoridades, sobre todo locales, que son el reflejo de ese poder. Ocurre con el presidente municipal de Tlahuelilpan y ocurrió antes con Lucero Sánchez, la exdiputada federal que El Chapo Guzmán colocó en el Congreso de Sinaloa, y entre uno y otra son innumerables los funcionarios de distinto nivel que se han comprometido, insistimos, por corrupción o por miedo, con los grupos criminales.

Por eso mismo para la administración de López Obrador es básico definir claramente su estrategia de seguridad más allá de la aprobación de la Guardia Nacional, que es, y sigue siendo, la piedra angular de sus propósitos de operación. La Guardia Nacional, según lo conciben en los altos niveles del gobierno federal, no sería una instancia destinada a dar golpes dirigidos, o a establecer operativos que entran y salen de comunidades o estados, la idea es que tenga una lógica de fuerte permanencia territorial para tener control sobre esos espacios en forma permanente.

Pero, precisamente por ello, es muy importante, por una parte, definir las características que tendrá la Guardia Nacional (y en ese sentido, el retiro del transitorio en la Cámara de Diputados por Pablo Gómez, constituye un error mucho más grave del que se percibe originalmente) pero también a partir de allí,  definir los modelos policiales, estatales y municipales, que son el eslabón más débil de la cadena de seguridad.

No deja de llamar la atención que ante los hechos en Tlahuelilpan, no se ponga el acento en que deberían haber sido las fuerzas de seguridad locales las primeras que tendrían que haber tomado medidas disuasorias entre la población, cuando son, por definición, fuerzas de proximidad, sobre todo junto a una refinería tan importante como Tula. Pero, ¿cómo lo iban a hacer si el presidente municipal tenía un depósito de combustible robado, si una parte de la población participaba de esa actividad, si se estuvo llamando desde primeras horas de la tarde por los altavoces de una camioneta de un “periódico” local a la gente a que fuera a buscar combustible en la fuga? Si las autoridades locales son parte del andamiaje criminal, es imposible salir de esa red de corrupción e impunidad.

Ése es el verdadero desafío: romper esa red y para eso se debe lograr contar con una base institucional de seguridad y de ejercicio del Estado de derecho que permita construir todo lo demás. El Presidente anunció un plan de desarrollo para los 91 municipios más afectados por el robo de combustible. Está muy bien, pero sin establecer en ellos fuerzas de seguridad y procuración de justicia que realmente funcionen, esos recursos (ya ha pasado) terminarán también en manos criminales.

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