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El desafío de gobernar sin mayorías

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

Salgamos un poco de la discusión sobre si la consulta del domingo pasado fue un triunfo del oficialismo o un gran fracaso. Lo cierto es que fue un ejercicio inútil, una elección sin competidores, algo así como la de José López Portillo en 1976, el candidato único, cuyo único objetivo era triunfar sobre el número de votos que había logrado su antecesor, Luis Echeverría. En este caso ni siquiera era sí: López Obrador luchaba contra sí mismo, contra la histórica votación que alcanzó en 2018, una votación simplemente imposible de alcanzar porque a ella contribuyeron tal cantidad de factores que difícilmente se repetirán en el futuro, fue una suerte de anomalía histórica.

Pero los poco más de 15 millones de votos que recibió el domingo López Obrador deben medirse con otros ejercicios, con las lecciones de 2006, por ejemplo, donde, con un padrón menor al actual, AMLO recibió 14.7 millones de votos o las de 2012 donde tuvo 15.8 millones. El Presidente tiene ese voto duro, esos 15 millones de electores que constituyen una formidable base electoral, sería absurdo negarlo.

Con esa base electoral, con esos votos duros, se pueden ganar comicios presidenciales si en ellos la votación está muy pulverizada, pero precisamente por eso, el actual sistema es inoperante. En 2018, López Obrador tuvo gobernabilidad porque obtuvo 30 millones de votos en una situación extraordinaria, y esa votación le dio un margen y una mayoría propia que le permitió gobernar sus tres primeros años basándose en ella. Después de 2021, ya no le ha sido tan fácil y su propia radicalización le ha cerrado puertas a acuerdos legislativos. Lo que está sucediendo con la reforma constitucional en materia energética es una buena demostración de ello: sin mayoría calificada y con una línea política endurecida, la gobernabilidad se dificulta.

Hace dos semanas hablábamos aquí de la importancia que tiene en casi todas las democracias del mundo, la segunda vuelta electoral. Es un mecanismo que en sociedades donde el voto está pulverizado, como en la nuestra y muchas más, permite a quien gane, tener una mayoría estable que se determina a partir de los acuerdos que se obtienen sobre todo para la segunda vuelta.

Puede ocurrir, como nos sucedió en 2018, que un candidato gane con más de 50 por ciento de los votos y eso le da automáticamente su mayoría, pero, insistimos, en las democracias actuales, si realmente lo son, esas votaciones son anomalías que difícilmente se repiten.

El mejor ejemplo lo dieron las elecciones francesas del domingo pasado: Emmanuel Macron ganó con poco menos de 28 por ciento de los votos, la segunda fue la candidata de extrema derecha Marion Anne Le Pen, que obtuvo poco más de 21 por ciento, luego vinieron otros candidatos, en forma destacada, Jean Luc Melenchon, de una izquierda populista, tipo Morena o Podemos en España: mucho más atrás se desgranaron los distintos aspirantes, con una fracaso absoluto de los dos partidos que dominaron la política francesa por décadas: la centroderecha de los republicanos, y la centroizquierda del Partido Socialista, los Verdes o el partido Comunista.

Si esas elecciones hubieran sido en México, Macron hubiera sido el presidente con menos de un tercio de los votos. Sería un mandatario débil, a merced de los equilibrios legislativos que pudiera establecer. La segunda vuelta ayuda a corregir esas distorsiones: en los comicios del 24 de abril disputarán el ballotage Macron contra Le Pen y eso obliga a todos los electores y, por supuesto, a sus competidores de la primera vuelta, a decantarse por alguno de ellos, por el centrista Macron o la muy derechista Le Pen. Quien gane, presumiblemente Macron, aunque se esperan comicios cerrados, tendrá en esa segunda vuelta por lo menos la mitad de los votos. Eso le otorga mayor legitimidad, un mayor margen de gobernabilidad y lo obliga a haber establecido acuerdos con otras fuerzas y competidores. Esa opción no la tenemos en México.

No es el único caso. Lula da Silva en Brasil se presenta nuevamente a elecciones tratando de derrotar a Jair Bolsonaro, un presidente catastrófico que ganó, entre otras razones, aprovechando que una artimaña judicial había enviado a Lula a la cárcel y le impidió competir. Pero Lula sabe que, si va sólo con su aliados de izquierda, puede perder en la segunda vuelta. Por eso eligió como candidato a vicepresidente a quien fue su rival de centroderecha en las elecciones de 2006. Se trata del exgobernador de Sao Paulo, de donde es originario Lula, Geraldo Alckmin. Lula proviene del Partido de los Trabajadores (PT), con orígenes que van del trotskismo a los jesuitas. Alckmin fue numerario del Opus Dei. Parafraseando a Borges, no los une el amor, sino el espanto de que se reelija Bolsonaro. Esas alianzas obligan a compromisos y están pensadas para aglutinar a los suficientes electores desde la centroderecha convencional hasta la izquierda, para ganar en la primera vuelta o para hacerlo en la segunda con un amplio abanico de alianzas.

Ninguna de las principales fuerzas quiere la segunda vuelta en México porque todas prefieren mal gobernar con minorías a hacerlo con una mayoría que provenga de compromisos con sus adversarios. Por eso nuestra gobernabilidad termina siendo, al final, tan endeble.

PD: Nos tomaremos unos días de descanso. Estas Razones regresan el lunes 25 de abril. Gracias.

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