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Legalidad a modo

Javier Aparicio

Javier Aparicio

No siempre es fácil defender la legalidad y el Estado de derecho, o bien intentar fortalecer una convivencia social pacífica y próspera en el marco de la ley, cuando algunas leyes están mal diseñadas o quienes vigilan su observancia no lo hacen de manera imparcial, autónoma o independiente. Hay que tener cuidado con diseños constitucionales socialmente indeseables, leyes mal diseñadas, políticas públicas mal implementadas, o bien, con funcionarios públicos que no rinden cuentas.

Sin embargo, en una democracia representativa las leyes, las políticas públicas y las designaciones rara vez se someten a votación popular directa: la mayoría de los funcionarios públicos son designados, y muy pocos jueces o magistrados son elegidos directamente. En la mayoría de las democracias constitucionales se vota por representantes con la esperanza de que ellas y ellos diseñen mejores leyes, que sus subordinados implementen mejores políticas públicas, y que los representantes populares designen jueces, ministros o magistrados suficientemente idóneos. Así las cosas, para tener mejores leyes y políticas públicas se debe tratar de impedir que lleguen al poder malos legisladores, malos funcionarios, o malos jueces o árbitros.

Un claro ejemplo para ilustrar el problema antes descrito es la legalidad del uso de Fuerzas Armadas para tareas de seguridad pública —una política pública controversial que se ha ido acrecentando en los últimos tres sexenios—. Cuando el gobierno de Peña Nieto intentó implementar la llamada Ley de Seguridad Interior, misma que permitía a las Fuerzas Armadas ejercer funciones de seguridad pública, ésta fue impugnada de inmediato por propios y extraños. Aquella ley ofrecía un atajo complicado, toda vez que según la Constitución vigente en aquellos años, la seguridad pública y la persecución de delitos era una función civil exclusiva de los ministerios públicos y las policías locales o federales. Por otro lado, la seguridad nacional compete a las Fuerzas Armadas. Pero, ¿dónde está la frontera entre seguridad nacional y seguridad pública? No era del todo claro. Por fortuna, al finalizar aquel sexenio, la Suprema Corte de Justicia declaró inconstitucional aquella ley ominosa que buscaba permitir que las Fuerzas Armadas ejercieran funciones policiales. En aquel momento, el hoy Presidente aplaudió la sentencia de la Corte.

Pocos meses después de esa histórica sentencia, ya bajo un nuevo gobierno y una nueva Legislatura en el poder, una mayoría calificada de legisladores encontraron un atajo aún más sencillo que el de Peña Nieto: elevar a rango constitucional la militarización de la seguridad pública, cambiar de nombre a las policías militares y crear una nueva corporación: la Guardia Nacional. Si usar a las Fuerzas Armadas como policías era inconstitucional en un momento dado, un remedio sencillo y expedito consistió en cambiar las restricciones constitucionales, con la ventaja añadida de que las reformas constitucionales son más difíciles de impugnar ante la Suprema Corte. ¿Esta reforma ha resuelto los graves problemas de seguridad pública? Dejo a su criterio la respuesta.

Otro buen ejemplo es lo que Conacyt intenta hacer con el CIDE. Desde noviembre hemos denunciado que Conacyt designó a un director general sin respetar los estatutos del CIDE. Conacyt niega lo anterior, pero, casualmente, este viernes 14 de enero pretende reformar los estatutos del CIDE para modificar el procedimiento de designación de director general y, además, reducir severamente las facultades del consejo académico, el principal órgano interno de decisión del CIDE y que por décadas ha garantizado la vida colegiada en el CIDE. Parece un gran atajo, con la salvedad de que esa reforma viola los procedimientos establecidos en el mismo estatuto, pero, ¿si ya hicieron la primera violación de la ley, por qué no harían la segunda?

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