La estrella de RBG
Por Alejandro Guerrero Monroy* Nació hace nueve décadas en Brooklyn, Nueva York, y en fechas recientes hubiera cumplido 90 años. Creció como hija única al perder a su hermana de seis años. Su madre murió de cáncer cuando ella tenía 17. Inquieta y brillante desde ...
Por Alejandro Guerrero Monroy*
Nació hace nueve décadas en Brooklyn, Nueva York, y en fechas recientes hubiera cumplido 90 años. Creció como hija única al perder a su hermana de seis años. Su madre murió de cáncer cuando ella tenía 17. Inquieta y brillante desde temprana edad, advirtió el abismo de igualdad entre hombres y mujeres, y lo cuestionó. Se convenció de que su misión en la vida sería rebatir esta diferencia desde el ámbito de los derechos civiles. Aunque para ella “el cambio real, el cambio duradero ocurre paso a paso”, decía.
Logró obtener una beca para estudiar derecho en la Universidad de Cornell, en donde conoció a su esposo. “Fue el primer chico que conocí al que le importaba que yo tuviera cerebro”, mencionó. Se casó con Martin y al poco tiempo nació su hija Jane. Posteriormente ingresó a la Escuela de Leyes de Harvard, en donde fue una de nueve mujeres entre 500 alumnos. Marty, su esposo, aceptó la oferta de trabajar en uno de los mejores despachos tributarios en Manhattan y se trasladó a Columbia, en donde fue la mejor estudiante y también se tituló. Trabajó en el Proyecto de Procedimientos Internacionales de esa universidad con Anders Bruzelius y aprendió el idioma escandinavo. Fue en un viaje a Suecia a sus 29 años cuando descubrió una realidad que desafiaba todas las suposiciones sobre las mujeres en el campo profesional. No sólo vio a una jueza presidiendo un juicio, sino que la jueza estaba embarazada de siete meses. En las aulas de la Facultad de Derecho sueca, al menos 25% de los estudiantes que vio eran mujeres. Fue una lectora voraz, especialmente de autores como Tolstoi y Nabokov, éste último su maestro en Cornell. El autor de Lolita “me enseñó a elegir siempre la palabra correcta y cambió mi forma de escribir”.
Afrontó muchos obstáculos para trabajar en un bufete jurídico de la ciudad más litigante en la historia: Nueva York. Fue rechazada en 12 despachos. Era mujer, madre e hija de inmigrantes, tres “inconvenientes” de la época. Superó la adversidad con determinación. “No fue fácil” advirtió, “mi madre me decía que no cediera ante las emociones”. Optó por impartir clases en Rutgers, en la postrimería de los años 60, sobre derechos de la mujer (sólo había dos profesoras mujeres) y sembró la semilla de la igualdad en su alumnado por “lo absurdo de leyes que decían que nosotras no podíamos trabajar tiempo extra”. Había 178 leyes que hacían distinción por causa de género.
Un caso interesante y emblemático fue el de Charles Moritz vs. la Oficina de Impuestos. El señor Moritz cuidaba de su madre y trabajaba fuera de casa. No obstante, no podía deducir los gastos de tutela porque era hombre y, conforme a la ley estadunidense, sólo las hijas solteras podían hacerlo. La estrategia de la abogada fue alegar contra la discriminación de género en contra de su cliente. Su objetivo era conseguir la declaratoria de inconstitucionalidad del artículo 214 del Código Tributario por violación del principio de igualdad ante la ley. Lo consiguió.
Vinieron otras contiendas más que fue ganando. “Trabaja por lo que crees, pero elige tus batallas y no quemes tus puentes”, infería. La ley puso énfasis en asegurar que las mujeres y grupos minoritarios fueran juezas y jueces. En 1980, el entonces presidente Carter la nominó a la Corte de Apelaciones para el Distrito de Columbia. En 1993 ascendió a la Corte Suprema al ser nominada por Bill Clinton, convirtiéndose en la segunda jueza en la historia del más alto tribunal de Estados Unidos. En 2015 votó a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo del lado de la mayoría, legalizándose así en 50 estados. Con su profunda entrega al deber y maratonianas jornadas de trabajo, estudió y preparó sentencias “que debían entenderse sin el más mínimo esfuerzo”. Los guantes de encaje y los jabots (cuellos sobre su túnica) se convirtieron en su distintivo. Hacía el final de su vida se volvió un icono para la generación millennial. Cuando se le preguntó si se arrepentía de los desafíos que había enfrentado, la confianza en sí misma de Ruth Bader Ginsburg brilló: “Creo que nací bajo una estrella muy brillante”.
*Internacionalista y economista.
Especialista en Gobernanza Global.
Twitter: @AGuerreroMonroy
