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Contra el coronavirus: ¿una limpia, el té de ruda o la ciencia?

Cecilia Soto

Cecilia Soto

Desde el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) se insiste en organizar su labor en torno a la premisa de que los conocimientos tradicionales son tan válidos y significativos como las ciencias duras. El Presidente de la República, implícitamente, apoya este mensaje al aparecer en todo tipo de ceremonias en las que le hacen una limpia, lo coronan con panes, metates, semillas, chapulines y todo lo que usted pueda imaginar. En otros momentos no habría problema con estas simpáticas ceremonias ni con el apoyo a los llamados saberes tradicionales si la presencia presidencial en los grandes centros de investigación de nuestro país fuera tan enfática como en las giras mencionadas y, sobre todo, si ésta estuviera acompañada de un apoyo presupuestal sólido y suficiente para la investigación científica.

En momentos de pandemia mundial del coronavirus y cuando las cifras de infectados en nuestro país comienzan a crecer con la precisión matemática que lo han hecho en los otros países, la insistencia del Presidente en contradecir las medidas de aislamiento social que recomiendan las autoridades de Salud en México y en el mundo y, por el contrario, saludar de mano, abrazar, besar y buscar el contacto cercano con multitudes envía el mensaje de que no cree en la ciencia y sí en la protección mágica y misteriosa de quién sabe qué entidad. Para quien las cifras de popularidad son tan importantes, quizá valga la pena conocer el ejemplo del primer ministro italiano, Giuseppe Conte, quien se ha convertido en un rock star de las redes sociales precisamente por dar el ejemplo contrario: él mismo cumple las reglas más estrictas de “distancia social” y habla con franqueza de los riesgos de la pandemia, así como de las fortalezas para vencerla.

La pandemia del coronavirus nos sorprende con insuficiencias en la infraestructura hospitalaria para terapia intensiva y casos de extrema emergencia, pero cuenta con nuevas fortalezas a partir de las enseñanzas de la pandemia del AH1N1 en 2009. En aquel año, las muestras se tenían que enviar a los laboratorios de la CDC de Atlanta. Hoy está el Instituto de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos (INDRE) y una extensa red mundial de investigación con la que comparte información. México ha desarrollado investigación genómica de gran calidad en varias instituciones científicas, gracias a las cuales, en pocos días, se logró la secuencia genómica completa de la cepa(s) de coronavirus que llegó a México.

Imagine la diferencia con la pandemia de influenza mal llamada española en 1918. En ésta murieron 50 millones de personas; 675 mil en Estados Unidos y su esperanza de vida bajó en 12 años. Se calcula que del millón de muertos en México por la Revolución, quizá una mayoría fue por la epidemia. Los médicos y científicos ignoraban cuál era la naturaleza del agente que causaba la enfermedad. Se llegó al consenso equivocado de creer que el causante era una bacteria, el Bacilo de Pfeiffer, hoy conocido como Haemophilus influenzae. No había autoridades sanitarias centrales o internacionales y, además, la epidemia explota durante el final de la Primera Guerra Mundial. Los antibióticos se descubrieron hasta 1928. Las únicas armas que tenían las autoridades eran las sanitarias: evitar multitudes, aislamiento y medidas higiénicas.

No fue sino hasta 1933, debido a que en Iowa se detectó una epidemia en puercos que sufrían síntomas parecidos a los de la influenza, que se logró identificar el verdadero agente de la epidemia de 1918. No era una bacteria, sino un virus, el AH1N1. En 2005, en una historia que recuerda la ciencia ficción, se logró volver a la vida ese virus. Aislado de muestras de tejidos que se conservaron de víctimas de la epidemia de 1918, el microbiólogo Dr. Taubenberger logró revivir el virus en células hepáticas. A partir de ese descubrimiento se logró secuenciar genómicamente los 8 genes del virus. Y a partir de ese descubrimiento se lograron las vacunas y el desarrollo de medicamentos antivirales.

La gran lección de la epidemia de 2009 y de la llegada del coronavirus es que el respeto, apoyo y promoción a la investigación científica y tecnológica en México es un asunto no sólo de soberanía, sino de seguridad nacional. Promover vocaciones científicas en niños y niñas, apoyar el desarrollo de currícula para el desarrollo de habilidades del siglo 21 en las universidades y sistema de prepas y conaleps, reivindicar la figura de los/las científicas como fuente de orgullo y promesa de una vida intensa en satisfacciones intelectuales y sociales es la mejor defensa contra los “cisnes negros”, las sorpresas altamente improbables que inevitablemente llegan.

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