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¿Sedición o protesta?

Víctor Beltri

Víctor Beltri

Nadando entre tiburones

Las escenas se han vuelto cada vez más frecuentes: protestas que pasan del terreno de las ideas al plano físico, objetos arrojados, tribunas tomadas. Gente que indignada, a veces, o siguiendo instrucciones de alguien, otras, toma las calles e impide la libre circulación de los vehículos, de las personas, el acceso a algún recinto o el cobro de derechos por parte del Estado.

El caos produce pocos resultados. Es más una muestra de descontento que una herramienta efectiva de cambios sociales. Las causas se desvirtúan, y los posibles receptores del mensaje no se interesan en las manifestaciones más que para evitarlas: se ha convertido en algo tan cotidiano que los servicios noticiosos informan de dónde se presentan para que los conductores tomen sus precauciones. Y es una desgracia, porque es indudable que en este país sobran los motivos para indignarse y buscar un cambio en los asuntos públicos.

¿En dónde está el límite del legítimo derecho a la protesta? Es un tema delicadísimo, sobre todo en nuestra joven democracia. Marcar un límite a la protesta puede entenderse como un regreso al autoritarismo, como el fruto del miedo del Estado ante una sociedad despierta y comprometida. Y, al mismo tiempo, la respuesta se antoja evidente: la protesta debería encontrar su límite en la afectación de derechos de terceros, o en la posible comisión de delitos. Ejemplos sobran: la manifestación que se apropia de una calle y desquicia el tráfico, las agresiones directas sobre personas concretas, las personas que buscan impedir que las autoridades ejerzan sus funciones.

En el primer caso, las manifestaciones deberían regularse y ser incluso autorizadas por el Estado, como ocurre en otros países, y en concreto en Europa. Los manifestantes avisan con antelación de sus intenciones, y se definen los espacios y tiempos en que la protesta está contemplada. La gente llega, se manifiesta, se asegura de que sea escuchada y a la hora convenida se retira. El orden jurídico no se ve alterado, y la vida en las ciudades continúa con las menores afectaciones posibles, pero preservando el derecho a protestar.

En el segundo caso, la agresión personal, quienes más pierden son los activistas reales. En México tenemos verdaderos luchadores sociales, gente comprometida que actúa y busca generar una conducta diferente por parte de las autoridades. Quienes agreden, como en el caso reciente de Adela Micha, o en el de hace unas cuantas semanas de Roy Campos, no son activistas sino porros y su conducta no puede ser tolerada. El discurso del odio escala invariablemente: lo que en un principio son huevos arrojados, pueden convertirse en ataques que pongan en peligro la vida de las personas. Estos actos deberían ser condenados y repudiados por la sociedad entera, y especialmente por quienes luchan de manera cotidiana por un México más justo, más igualitario. La autoridad debería de obrar en consecuencia y no tolerarlo en absoluto.

El tercer caso es más complicado. En términos legales, quienes impiden que la autoridad ejerza sus funciones, de forma tumultuaria y sin usar armas, cometen el delito de sedición. Esta es una palabra que trae a la mente los mayores temores de abuso por parte del Estado, y que en automático se asocia con los regímenes más autoritarios. Y no sin razón, puesto que a lo largo de la historia se ha hecho uso de figuras similares para callar a los críticos del poder. Pero hay una realidad innegable, y es que la vida democrática necesita fluir, y para eso las instituciones deben de poder trabajar. El llamado que hace unos días hizo Gerardo Fernández Noroña a impedir el acceso al Senado, para evitar la aprobación de la reforma laboral, nos habla de una falta de respeto total al sistema democrático, y de tratar de obtener por la fuerza lo que la razón no le concede. Fernández es un experto en tirar de la cuerda y propiciar situaciones de gran tensión que le reditúan en capital político, pero en este caso está disfrazando de resistencia civil pacífica lo que en realidad es un abierto desafío al Estado, sabedor de que la aplicación estricta de la ley lo victimizaría. ¿Qué busca Fernández en realidad?

El derecho a la protesta debe de ser tutelado y fomentado por el mismo Estado, comprometiéndose a escuchar las demandas de los ciudadanos y a incluir tales reclamos en la definición de políticas públicas. Es indudable que un gobierno que está cerca de los ciudadanos, y que cumple con sus exigencias legítimas, tendrá mayor credibilidad y oportunidad de obtener el voto en las elecciones. Pero éste no es un derecho absoluto, sino que implica también responsabilidad por parte de la sociedad, en específico para no violentar los derechos de los demás y no caer en la comisión de ilícitos. En esta semana se cumplen 44 años de los hechos de Tlaltelolco, y con ello el inicio de la lucha ciudadana por un mejor gobierno. Tal vez es el momento de honrar la memoria de nuestros muertos y seguir protestando contra la injusticia, pero de forma civilizada.

            twitter.com/vbeltri

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