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Nacional

'Señor, mándame una centella ¡y mátame!': lepra y desazón

Este texto fue escrito en 1995, es un acercamiento a las historias encerradas en un leprosario; 85 internados a quienes llamaron 'los últimos leprosos de México'

Pedro Díaz G. / Alejandro Almazán * | 24-01-2021
Fotografía: Excélsior, archivo
Fotografía: Excélsior, archivo

CIUDAD DE MÉXICO. 

El apocalipsis pervive en algún lugar del estado de México, donde se encuentra un viejo leprosario, se ven las caras descascadas y se escuchan los testimonios más desgarradores.

A final del milenio. 

La lepra llegó hace más de 500 años a México. Y lo hizo a bordo de las naves que arribaron al Viejo Mundo.

Desde entonces, y como en toda la historia de la humanidad, sus víctimas han sido marginadas, abandonadas, nulificadas, rechazadas, llevadas a lugares alejados y solitarios, a lazaretos... son seres discriminados aún después de muertos. 

Porque no existió .--hasta la llegada del Sida-- enfermedad más estigmatizada que la lepra.

Antiquísima enfermedad que en los albores del nuevo siglo podría desaparecer de nuestro país en unos cuantos años, tal y como ha sucedido en otras naciones. 

Existen tabúes en torno a los enfermos de lepra: un alto riesgo de contagio o la creencia de que, como hace dos mil años, se trata de seres impuros... "Es castigo de Dios", se escucha decir todavía. 

Enfermedad milenaria, enfermedad ya curable. 

En México existen poco más de 16 mil casos registrados. Y hoy cada uno de ellos recibe o ha recibido tratamiento. 

Sin embargo, para algunos enfermos la muerte tocó a sus puertas desde hace tiempo. Y parece no querer llevárselos. Son la últimas víctimas de la epidemia de mediados de siglo. Sufren las secuelas de la enfermedad, sufren el rechazo de la sociedad, sufren...

Para algunos enfermeros, los leprosos son como unos monstruos muy tiernos. Para los doctores, un reto a vencer. Para la sociedad, seres que aún deben permanecer aislados.

José Revueltas los describió como auténticas figuras de Goya. 

Debemos cambiar la mala imagen de esta enfermedad, coinciden los médicos. Aunque, admiten, no es fácil luchar contra dos mil años de historia. 

 

Destino: Hospital Dermatológico Pedro López, en Zoquiapan --en náhuatl: sobre agua de lodo--, municipio de Ixtapaluca, a 35 kilómetros de la Ciudad de México. 

Tiempo aproximado para la llegada: 45 minutos. 

Ruta: carretera libre México-Puebla.

Objetivo: reportaje sobre leprosos. 

Aquí todo es polvo, campos sin sembrar y camiones foráneos. Abundan las casas de tabique, tabicón, techos de cartón, madera y algunos afortunados con loza de concreto.

Son florecientes los negocios: papelerías, refaccionarias, tlapalerías, talleres de bicicletas. Sobresalen las cantinas.

Es un pueblo que quiere entrar a la modernidad.

Eso es hoy, pero antes, en 1939, cuando llegó el hospital, las tierras de Zoquiapan comenzaban a ser repartidas a los campesinos. Tierra desolada, sitio alejado, lugar perfecto para un leprosario.

Y ya.

A trabajar.

Lo primero que vemos al entrar es la imagen de una niña que juguetea con la manivela de su silla de ruedas; está de espaldas y su voz se escucha muy aguda debajo de esos labios pintados que añaden un toque de extravío a las expresiones. Pero esa imagen súbitamente desaparece. No es una niña: es Juana Aguirre y tiene 46 años, 40 con lepra.

Su rostro ha perdido todo rasgo de rostro humano. Se aproxima ya a la monstruosidad perfecta. La nariz se ha hundido, sus dos piernas han sido amputadas, los ojos son apenas dos globos blancos que miran sin mirar, ¿están tristes?, sus cejas… No, ya no tiene cejas. Pero a Juana Aguirre nada le importa lo que ha sucedido a su cara. Ella sigue maquillándose y el rojo color de la pintura contrasta terriblemente con lo moreno de su piel y le da un tinte más dramático. Como cuando se decora un cadáver.

Juana es dulce, amigable. Viste con colores vivos y su conversación es afable. Tiene una preocupación: que en unas semanas, otra vez, será intervenida quirúrgicamente. La razón: se le amputará un brazo.

Pero también tiene una esperanza.

Juana:

"Dios quiera que esta ya sea la última. Que no me quiten más partes. Sólo le pido al señor que ya acabe con este sufrimiento"...

Juana Aguirre es una de las 85 víctimas de la lepra que viven en el hospital --lugar que en sus mejores tiempos tuvo a más de 800 pacientes-- y comparte sus días con el hombre de su vida, Leoncio Valdés, su esposo, también atacado por el mal.

A partir de ahora se sucederán imágenes casi incomprensibles. Un breve recorrido por diversas áreas del nosocomio nos hace enfrentar otra realidad: por aquí desfila, como en galería infernal sin pausa ni tregua ante nuestros ojos, la más diversa gama de deformaciones que esta enfermedad es capaz de provocar.

El doctor Rafael David Ortiz Santamaría, director del hospital, se une al grupo. Observa el azoro de los reporteros. Dice en voz baja:

--¿Cruda realidad, no?

--Terrible.

--Ellos son los últimos que sufrirán los vestigios de esta enfermedad. Son gente a la que la lepra deterioró antes de que se encontrara una cura real. Esto --y señala un pequeño grupo de personas en sillas de ruedas que deambula por los jardines del hospital--, es lo que no debemos permitir. La gente debe tomar conciencia de muchas cosas con respecto a la lepra: es curable, difícilmente es contagiosa y los enfermos nunca dejan de ser como nosotros: seres humanos a los que hay que ayudar, pero sobre todo, comprender.

El recorrido continúa.

El hospital Pedro López: de un lado, el izquierdo, una serie de oficinas; enfrente, ocho pabellones en donde habitan gran parte de los enfermos --aunque habrá quienes, familia completa, lo hagan en pequeñas casitas pintadas de amarillo--, del otro lado está la iglesia en donde víctimas y parientes rezan --¿o maldicen?-- casi a diario frente al Sagrado Corazón de Jesús.

El hospital Pedro López: 40 hectáreas de terreno en el que se construyeron, a finales de la década de los 30, estas instalaciones que hoy están en permanente remodelación.

El hospital Pedro López: nosocomio en el que ya se da, también, consulta general --el año pasado recibió a 25 mil pacientes.

El hospital Pedro López: nosocomio, uno de los tres que atiende --junto con el hospital Ladislao de la Pascua y el Juárez-- a los pacientes de la también llamada enfermedad de Hansen.

El hospital Pedro López: lugar donde intercambian sus recuerdos aquellos quienes alguna vez tuvieron vida.

Son casi en silencio los pasos que nos llevan al atrio de la iglesia. Están ahí, sonrientes, un grupo de enfermos. Son Pedro, Pili, la Chata, José, Eufemia… Todos ellos en la fase final.

Y sus ojos, ¿qué tienen esos ojos?

Están ahí, muy grandes, muy abiertos, como sobrepuestos en un sitio que no les corresponde. Ajenos, ojos de vidrio. Ojos que parecen no tener párpados; ojos que están al descubierto de una manera extraña e inmóvil.

Y esa nariz, ¿qué tienen esas narices?

Las hay de todas formas. Como aquellas que son casi naturales, casi humanas, o las de quienes ya la tienen un poco hundida; y de esos a los que solo les queda en el rostro una pequeña esferita en medio de las grandes mejillas.

Y esas caras: rostros casi indescriptibles. Rostros que reflejan desolación. Rostros de amplias frentes que parecieran guardar en su interior una serie de pequeñas losas disparejas, caras que parecen comerse la nariz y éstas a su vez el tabique que las mantiene rectas, los pómulos... Sonrisas que inflan aún más las mejillas.

Es difícil admitirlo, pero aquello es espantosamente cierto.

¿Qué demonios han sido capaces de apoderarse de estos seres?

 

 

Una de la tarde y 15 minutos del 1 de diciembre de 1939.

Los rayos del sol iluminan generosamente a la multitud congregada en el kilómetro 34.5 de la carretera Federal México-Puebla.

--¿Listos? --pregunta sonriente Silvestre Guerrero, secretario de Asistencia Pública.

--¡Listos! --son una sola voz cientos de voces.

Y el presidente de la República, Lázaro Cárdenas del Río, corta el listón rojo del hospital Pedro López.

El el doctor José Siurob, jefe del departamento de Salubridad Pública, y Raúl Castellanos, regente capitalino, se miran alegremente. No así las 600 víctimas que desde hoy serán recluidas.

¿Volverán a salir?

Quién sabe.

Es la continuación de un tabú: alejar a los enfermos del Mal de Hansen.

 

 

Pero la historia no empieza ahí. Y es que la lepra no existía en América antes de la llegada de los españoles.

Fue el propio Hernán Cortés quien estableció la primera leprosería en la nueva España. Años más tarde, Don Pedro López, médico que acompañaba a Cortés en la conquista, vio con preocupación que la lepra se extendía rápidamente y se interesó en la suerte de los pacientes, cada vez más numerosos.

Y la endemia se propagó: las embarcaciones españolas en el Golfo fueron cada vez constantes. Y las expediciones pronto cubrieron casi todo el territorio nacional. Floreció el comercio con Oriente en la llamada ruta filipina. Floreció la lepra en nuestro país.

Habrá que hacer algo.

Pedro López tiene un proyecto que pronto se deberá realizar: establecer una segunda leprosería.

Y entonces sucede: en unos terrenos de Huipulco, el leprosario funciona de 1593 hasta 1862, sin embargo, su actividad se limita a la atención precaria de los pocos enfermos que están internados.

Siglo XIX.

Mientras en Noruega un médico llamado Gerhard Armawer Hansen descubre el bacilo que origina el mal --1874--, en México hay progresos, surge la leprosería de San Lázaro en la capital del país; en Guadalajara, anexo al hospital civil, se instala la Leprosería de Belén en donde se atiende, primero, a los leprosos. Más tarde recibirá a otros pacientes, estos, víctimas de enfermedades como tuberculosis avanzada y cáncer incurable.

Siglo XX:

Melbourne, Australia: un grupo de marinos desean tatuarse un ancla en el antebrazo. Todos son tatuados el mismo día. Dos años después la noticia es triste: han desarrollado la lepra. Caso interesante, describiría la medicina de nuestros días. Nunca se supo la razón del contagio. La aguja, posiblemente.

México: sobresalen las figuras de don Ladislao de Pascua, médico sacerdote fundador del hospital Juárez y del hospital de la Sangre y del doctor Rafael Lucio, ambos directores de la ruinosa leprosería de San Lázaro. Es a ellos a quienes se debe gran parte de la investigación sobre la lepra.

Y en la provincia del país se encuentra una cura: el aceite chaulmoogra, al cual desde entonces, médicamente, se le conoce como el fraude mayor de los siglos. Nunca sirvió. Falsa alarma para los enfermos.

En 1910 Jesús Gonzalez Urueña expone inútilmente sus puntos de vista sobre la enfermedad en el IV Congreso Médico Nacional Mexicano. Pero González insiste y logra que en 1927 se realice el primer censo de lepra en nuestro país.

Los resultados del censo, lamentables: 40 mil víctimas.

Tres años más tarde, el 3 de enero de 1930, se crea el servicio Federal de Profilaxis de la Lepra, con un reglamento basado en las ideas imperantes en la época.

Gran foco de contagio de la enfermedad de inculpabilidad; necesidad de internamiento obligatorio en leproserías con guardias de soldados civiles; reglamentación de la vigilancia de parientes y sospechosos, así como registro de las ocupaciones de los enfermos; actuación de los médicos respecto a las víctimas de la lepra y dispensarios anti leprosos especialmente dispuestos en las zonas consideradas de más alta endemia, de acuerdo con los resultados del censo.

Habla Adolfo Ruiz Cortines el 13 de agosto de 1955:

--La lepra es endémica en nuestro país.

--La campaña contra la lepra ha sido calificada de utilidad pública.

--El adelanto de la leprología obligado a revisar las disposiciones legales referentes a la lepra.

--El control de los contactos obtenidos esencialmente a base de medidas educativas permite abatir la incidencia de esta enfermedad.

La sociedad no se convence. Tiene miedo. La lepra jamás dejará de ser estigmatizada.

La gente ya no asiste a los hospitales que atienden la lepra. La sola palabra de la enfermedad los señala ante una sociedad aberrante.

A buscar una solución.

En 1960 El doctor José Álvarez Amézquita, secretario de Salubridad y Asistencia, decide dar una nueva orientación y un nuevo vigor a la decadente campaña contra la lepra: se crea el Programa para el control de las enfermedades crónicas de la piel.

No volverá a mencionarse la palabra lepra.

Pero, ¿que es la lepra?

Es una enfermedad infecciosa crónica del hombre causada por el bacilo denominado Mycobacterium leprae. Se caracteriza por un periodo de larga incubación y una evolución prolongada, con exacerbaciones y remisiones y por invasión primaria de la piel y de las mucosas y/o del sistema nervioso periférico.

Los bacilos producen lesiones en la piel y mucosas, los gérmenes penetran por la mano por la nariz y la boca. Se considera posible, pero poco probable, su entrada por la piel.

Los primeros signos visibles pueden ser cutáneos o neurológicos. En la piel, la manifestación más frecuente es una serie de manchas blanquizcas. Además, presenta lesiones en los nervios periféricos con la consiguiente anestesia, debilidad de huesos y músculos y, en ocasiones, deformaciones óseas y musculares.

Aunque la lepra es una enfermedad transmisible, lo es un poco grado. Para adquirir el mal es necesario la concurrencia de varios factores: se acepta que el organismo posee poca capacidad de invasión y escasa virulencia y que se necesitan muchos años de exposición íntima y prolongada y cierto grado de susceptibilidad personal para que se transmita de un hombre a otro.

En nuestro país el organismo del 95% de la población tiene las defensas necesarias para que el bacilo de la lepra no pueda desarrollarse.

La lepra no puede manifestarse hasta transcurrido uno de cinco años después del periodo de exposición.

Aparece con mayor frecuencia durante el tercer decenio de la vida.

La lepra no se transmite en útero. No es hereditaria.

La lepra es dos veces más frecuente en varones y se presenta en cualquier edad y raza.

 

 

Es soleada esta tarde de diciembre. Por los jardines del hospital deambulan muchos enfermos. Hay uno que llama la atención: camina presurosamente, casi con desesperación. Lo hace con el auxilio de un par de muletas de madera pues su pierna derecha presenta un deterioro muy avanzado, irreversible: casi no tiene pierna. Todos le conocen como don Agustín. Y saben que, cuando joven, se dedicó a trabajar la tierra, allá, en su pueblo natal, Tepalcingo, Morelos.

Observa don Agustín a los reporteros y acepta la charla.

--Vengan, vayamos adentro, a mi dormitorio --dice.

Y comienza una historia más. Una historia que estremece.

Don Agustín, moreno, rostro oscuro de arrugado semblante y que presenta ya algunas secuelas de la enfermedad, 73 años de vida.

Antes de iniciar su relato, nos confiesa:

"He llorado tanto, que lo único que me falta es llorar sangre".

Cuéntenos, don Agustín, cuéntenos…

"Tengo 45 años jodido", dice.

...Habla a los reporteros pero su voz pareciera no hacerlo. ¿A quién le habla este hombre?

¿A sí mismo?, ¿a Dios? Porque sus palabras no se dirigen a nosotros. De eso estamos completamente seguros.

Don Agustín viste sobre ese su delgado cuerpo, un suéter azul cielo, pantalón café, huaraches de cuero que muestran pedazos de carne que alguna vez fueron pies, y sombrero de paja que oculta el platinado cabello.

Las falanges de los dedos simplemente han dejado de moverse, se han acortado y son ya como una garra. Su nariz comienza a hundirse en la morena faz. Y los ojos, otra vez. Ojos sobrenaturales. Sus ojos, que habitan al lado de infinidad de esos surcos que el tiempo ha labrado en su cara, miran hacia el infinito.

Don Agustín casi no oye --otra secuela de la lepra--, y habrá que gritar en su oído para que entienda una o dos palabras. Pero su necesidad de hablar siempre será mayor que la frustración de no entender bien.

Se encierra entonces en lo que parece un largo monólogo.

Cuenta:

"Si este dedo hablara  --y don Agustín mueve la mano hacia la cara de uno de los reporteros: dedo pequeñito, torcido, casi negro de tan morado; dedo que no durará mucho tiempo adherido a la mano-- le diría todos los secretos de mi enfermedad. Sí, señor, porque aquí empezó todo…

1948:

La vida de don Agustín parecía estar completa: en las tierras de Tepalcingo la caña de azúcar tuvo buena temporada y Agustín, como campesino, recibió una módica cantidad de dinero que lo ayudaba a subsistir. Y de vez en cuando hasta para emborracharse. También se casó con Rosario, amor de infancia.

Don Agustín movía con destreza la hoz. Y algo sucedió: un alacrán le picó en el dedo meñique de la mano izquierda. Se le entumió. Un remedio casero lo solucionará todo, era su esperanza.

Pero no.

La semanas pasaron. El diminuto dedo siguió entumido y también las piernas y un brazo.

Algo, algo raro estaba pasando.

Agustín llegó después de un largo peregrinar al pueblo de Zoquiapan. Un brujo lo esperaba, un brujo que le decían era muy bueno, un brujo que tuvo problemas con la policía pues siempre lo consideraron un estafador. Un brujo en el que el enfermo campesino puso todas sus esperanzas.

"¡Cúreme!, ¡cúreme!, ¡sáqueme el veneno de ese alacrán!

Don Agustín aún no lo sabía, pero no fue el alacrán.

Don Agustín:

"De verdad que era un buen médico. Operaba ahí en las milpas. Yo lo vi operar a un muchacho. Fue una vez, ahí en el mismísimo campo. El doctor decía que para curarlo necesitaba qué tuviese mucho valor. A manera de prueba, este médico le dijo al joven no, no te puedo operar, porque olvidé mis herramientas. Y aquel joven, señor, desenfundó su machete y le dijo al doctor: "Con éste, con este cuchillo rebáneme, pero quíteme ya estos dolores". El médico entonces le abrió la panza, le removió las tripas, le sacó el mal, las lavó y con hilo de cáñamo cerró la herida. El muchacho, que había aguantado como hombrecito todo el dolor, estaba curado.

Aquel brujo examinó con un dejo de incertidumbre a don Agustín. Y le dijo: tu enfermedad es de 14 meses.

Don Agustín_

"Me comenzó a dar un tratamiento. Y me advertía siempre, 14 meses, Agustín, 14 meses… Porque si no, no te curas".

Pero a los siete meses del tratamiento Agustín ya se sentía mucho mejor. Tomó una mala decisión: no ir más en busca del brujo. Rosario intento convencerlo de que acabara el tratamiento. "¿Para qué?, si ya me siento rebién", dijo él.

Aquel brujo médico campesino no volvió a ver a Agustín, porque pronto fue buscado por la justicia. Se le acusó de curar gente sin tener un título de medicina. Tuvo que huir de pueblo en pueblo. Pero sabía una cosa: Agustín no tenía sino lepra. Y volvería a recaer.

Don Agustín:

"Me vuelve la enfermedad, señor, todo el cuerpo se me comenzó a entumir y me salieron manchas. Y un médico me dijo: "Agustín, tienes lepra". Dejé a Rosario, nunca le volví a ver. Tiempo después me enteré que se había casado al año de la separación. Y creo que ya murió".

Agustín vagabundeó de pueblo en pueblo. Y pensó en la muerte: en cada oportunidad se acostaba en la carretera esperando que un vehículo lo aplastara.

Don Agustín:

--Y no, señor, Dios no me quería llevar con él. Muchas veces se lo he rogado --y lagrimea no como un síntoma del mal. No, esta vez no. Lo hace de tristeza y moja su pañuelo color lila que ya está humedecido de tanto dolor.

Agustín al ver su pesar, decidió ir a la clínica dermatológica Ladislao de Pascua en la capital del país. Recibiría su tratamiento: 100 miligramos de diazona durante varios meses.

Pero el mal ya estaba hecho. Era irreversible.

1994:

A Agustín todavía le quedan todas las partes de su cuerpo. "Soy el que está menos peor. Y es que si vieras a mis hermanos", murmura porque su voz se detiene en los amarillentos e incompletos dientes.

Pero hoy tiene una preocupación: el pie derecho le duele mucho. Está hinchado, tiene mapas morados y blancos en toda la extremidad. "Se me está pudriendo, señor, y aquí en el hospital Pedro López no hace nada para quitarme el dolor", dice.

Don Agustín:

--Un doctor gringo me vio una vez y dijo que este dolor se me quitaría sólo con unas inyecciones que cuestan un millón. Nunca lo volví a ver. Jamás le pregunté el nombre de las inyecciones, pero aún así soy capaz de pedir limosna en las calles para juntar ese dinero.

Don Agustín pasa algunas temporadas en casa de una prima allá en Morelos. Nadie le sobrevive. Su hermano, Ricardo, murió hace dos años: sufrió una embolia.

Don Agustín:

No pudo soportar verse mal, como imbécil. Y tres veces lo intentó, señor, tres. La primera quiso saltar de un puente, pero le dio miedo. Después se aventó a un río, y lo sacaron. Hasta que un día no pudo más, se acercó una carretera y se le aventó a un coche.

Ricardo sólo resistió la enfermedad 10 años. Agustín lleva más de 40. Y añora su salvación.

Pero también su muerte. Cuando los reporteros se retiran, un sollozo de Agustín se queda en el ambiente:

"Señor, ¡mándame una centella y mátame!"...

El doctor nos explicará después: se le tendrá que amputar el pie, pero es algo que él no alcanza comprender.

Pero, ¿quien podría comprenderlo?

 

 

En México la lepra ya ha dejado de ser un problema de salud pública, pues de acuerdo con las normas internacionales, una enfermedad lo es cuando su incidencia es mayor a un caso por cada 10 mil habitantes. Al concluir 1994 México tenía una tasa de 0.7 infectados por cada 10 mil habitantes.

Una de las razones por las que la enfermedad ha disminuido es el hecho de qué cuando se detecta a un paciente afectado de lepra, se le da el tratamiento. Si éste no lo concluye, los médicos le buscan, le encuentran, y no descansan hasta que se le dé de alta. México se encuentra en este momento como uno de los países con menos incidencia de la lepra. Otros, Como los Estados Unidos, Canadá, la Unión Soviética y más recientemente Noruega, han erradicado totalmente la enfermedad.

De acuerdo con las apreciaciones del doctor Ortiz Santamaría, la lepra en México desaparecerá en unos 10 o 15 años.

Se habrá puesto fin a una enfermedad milenaria.

La cura para la lepra le encontraron científicos japoneses. Su nombre: rifanpicina y lampen, dos años de tratamiento y el mal quedará curado.

 

 

"Recuerdo --dice ahora Teófilo--, que los primeros años aquí, en el hospital, fueron años difíciles".

Don Teófilo acaba de cumplir 50 años viviendo aquí. Su voz es ríspida, fuerte, interior. Surge desde muy adentro pero sale después de las palabras. No coincide con las palabras. Y aún cuando éstas terminan de enunciarse, la voz sigue reverberando en el aire. Voz ronca, airada, llena de enojo; un enojo bueno, amargo, desolado. Cierra los ojos con más frecuencia de lo normal: es el constante lagrimeo.

Rememora:

"El hospital en aquellos primeros años estaba muy alejado de todo. Y nosotros, los leprosos, casi no salíamos. Pero tanta soledad, tanto encierro, nos ahogaban. Y entonces lo hacíamos: nos íbamos una vez o dos cada mes a bordo de la carcachita, así le decíamos a una vieja camioneta del hospital.

"El chofer salía martes y sábados a comprar los alimentos y algunos nos íbamos con él. Ya fuera, nos metíamos al cine, o pasábamos las tardes en algún pueblito cercano. Pero ahí comenzaban nuestros problemas. Algunos, afortunadamente yo no en aquel entonces, mostraban grandes evidencias de nuestro mal. Y entonces la gente que nos veía no nos quería. Algunas veces nos sacaban a balazos del pueblo. Otras, en las más, no nos dejaban viajar en camiones. O no nos vendían los boletos para la función.

"Claro que a nosotros nos gustaban muchas cosas de afuera. Como el trago. Pero tampoco nos dejaban entrar en las cantinas. Nos tenían miedo, o asco, o no sé qué… Por eso tuvimos que buscar un lugar en donde no nos marginaran. Y encontramos la pulquería de don Francisco, acá atrás, cerquita del hospital. Y ahí nos tomábamos nuestros buenos pulquitos.

"Fueron tiempos duros. No había todavía medicina para nosotros. Un día llegaron de Estados Unidos unas pastillas muy buenas --diazona--, pero también muy caras. Y como no había muchas, se rifaban. Después dejaron de traerlas. Sólo se conseguían cuando alguno de nuestros amigos o familiares se iban para el otro lado y nos las  traían. Pero sucedió que allá los gringos lograron erradicar la lepra y aquella medicina dejó de producirse. Y nosotros nos quedamos sin cura. Caminando tan sólo de la mano de Dios.

"Yo, por qué no confesarlo ahora, cometí un pecadillo. Les cuento: como entonces era difícil encontrar las pastillas de díazona, un enfermero de aquí, al ver que yo salía de vez en cuando a mi pueblo, me decía: ten, Teófilo, llévate unos paquetitos y por allá los vendes a quien les haga falta. Y sí, lo hacía, así juntaba yo un dinerito para irla pasando… Yo ya tengo 50 años aquí, he visto morir a muchos de mis amigos. Ya me resigné. Sólo estoy en espera de qué llegue mi hora…

--Sí, jóvenes, Han sido tiempos difíciles.

 

 

En los pabellones hay algo así como una vida familiar.

O una vida de resignación.

De un lado, pequeñas tiendas hechas de láminas de cartón. Humea un brasero; una mujer se peina con los muñones y apenas y puede colocar geranio sobre su oscura cabellera; un hombre arregla una bicicleta que alguna vez fue negra, pues el óxido arrasó con la pintura, pero en la bicicleta no es del tipo que le mete desarmador, porque él no tiene piernas.

Es una especie de representación de la vida, de imitación, porque todos aquí son leprosos.

La vista se distrae por momentos cuando un ciego se pasea por los campos. No es precisamente un ciego. Se cubre con unas gafas negras y tantea el piso con un palo de escoba y lo hace con miedo, como si pensara caer. Están ahí sus pies, vendados con hilachos sucios. Sus pies a la mitad, tan sólo el talón y un pedazo de empeine.

¿Habla?

No. Masculla entre dientes.

Otra vez la vista se distrae: ahí está un hombre de piel negra. Fuerte, alto, sin mapas morados en su cuerpo. Sólo le falta una pierna. Sus amigos recuerdan que el ex candidato panista a la presidencia, Diego Fernández de Cevallos, visitó el hospital en julio pasado y encontró a ese moreno tipo e irónicamente le pregunto: "qué pasó, moreno, ¿eres el Pelé de aquí?"- Y Pelé le dicen desde entonces.

Hay quienes ven a los visitantes y comparten unos minutos de su tristeza. Algunos más, devuelven el saludo y siguen riendo con sus compañeros. Otros sólo miran con esos ojos extraños. Una mujer se tapa el rostro. Baja la vista. Quizás sienta pena. Y es que para ella estamos invadiendo su intimidad.

Hay otro hombre que descansa sobre una silla de ruedas. Tiene, calculamos, unas ocho décadas de vida. No ve, aunque sus ojos están saltones, como los de un batracio; siempre abiertos. No oye. No camina. No habla. Apenas y puede comer. Es un hombre triste. Es, acaso, el hombre más triste en esta tierra de hombres tristes.

Y luego le sigue una mujer que, sin el terrible mal, debió de ser muy bella. Ahora ya no tiene cejas, pero conserva sus rasgos finos, aunque los dedos ya no. Es tímida y huye hacia la capilla del Sagrado Corazón de Jesús.

La seguimos.

Y ahí está Leoncio Valdés, el esposo de Juana Aguirre. Es como el orador leproso de Revueltas. Todos los días lee el evangelio a quienes lo necesiten: a todos.

Leoncio Valdés tiene la piel pálida. En él, el color de la lepra se marca más: es de una palidez que jamás podrá encontrarse en ninguna otra piel humana que no sea la de un leproso, no es blanca, ni mate ni ambarina. Es como la piel de un muerto, de un muerto de varios días.

Están ahí, a 35 kilómetros de la ciudad.

Son esos seres discriminados a quienes nadie resiste ver.

 

* Este reportaje se publicó en la Revista Mañana (número 2241) en marzo de 1995. 

 

 

 

 

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