Seis horas de pico, pala y varilla; primer día de búsqueda en el campo (segunda de tres)
El colectivo María Herrera hurga por sexta ocasión en La Gallera, un rancho que se ubica en Tihuatlán, Veracruz, sitio donde fueron encontradas las cocinas

CIUDAD DE MÉXICO.
En aquel primer día de búsqueda, adentro atardece más pronto y el cerro expulsa a las buscadoras. Marité Kinijara está molesta porque no hubo oración antes de iniciar las labores. Lleva una blusa blanca con una gran foto al centro, típica de las fichas de búsqueda, en la que se lee el nombre de su hermano Fernando y la aciaga fecha y el lugar: 11 de agosto de 2015 en Empalme, Sonora. Como no había colectivo, lo fundó con otras familias tras conseguir el apoyo de Mario Vergara y en poco tiempo se dividieron en siete municipios para buscar a más de 800 personas desaparecidas. Maricel reparte de mano en mano sándwiches de atún mientras nos desperdigamos sobre la tierra como las piedras de río que abundan en el camino. Puesto que todavía no había ni esbozo de la sana distancia (aún no era necesaria), Marité se acomoda junto a mí y entona una canción compuesta por Rogelio Fernández, un interno de la cárcel de Guaymas, Sonora, quien la escribió para ella y su colectivo. 23 segundos de un rasgueo de guitarra taciturna preceden la voz aguzada:
“Esta no es una canción del montón,
porque quiero que cause mucha, mucha reflexión
de cómo se encuentra en realidad la situación
de impunidad, de nuestra nación”.
Callamos mientras dejamos que la letra nos golpee.
Volvemos sobre nuestros pasos y nada más desde la lejanía distingo las palmeras de coyol que sobresalen entre la vegetación del cerro, de ahí el nombre del lugar. Esa primera tarde la serenidad se pinta de cerúleo crepuscular y nos regala unos paisajes preciosos. A partir de ese momento, durante los traslados de ida o retorno, aprovecharía esos instantes para escuchar música unos minutos; no sé por qué, casi siempre elegiría Afterlife (La vida después de la muerte), de Arcade Fire. Mientras observo aquellas postales, pienso en la incoherencia entre la hermosura y el horror. Después de casi una hora de camino, desde la batea alargo el cuello como tortuga cuando veo el letrero laminado con el que Veracruz nos da la bienvenida y cruzamos el arco con la brisa fresca secándonos los ojos.
***
—¡Estar en la Brigada es construir la paz! ¡Estar en el fango es construir la paz! —canta Marité durante el segundo día de búsqueda, con la mitad del cuerpo sumergido en un tramo estancado de río.
La dinámica de la búsqueda en campo implica traslados de más de una hora (sólo de ida) para luego pasar casi seis horas desmorrando maleza, cerniendo tierra, cavando y así en una sucesión de tareas en las que la pala, el pico y la varilla son las herramientas básicas. Comemos donde caiga el hambre; tortas de atún y tamales son los básicos más algunas naranjas y electrolitos para hidratarse sin apurar el vaciado de la vejiga. Se crea buen ambiente durante la pausa para comer, aunque cada día el retorno se pinta más triste al no dar con hallazgos positivos. Las búsquedas se alargan infructíferas durante una semana. Apenas algunos huesos de un par de personas y, eso sí, una gran variedad de ropa es lo que se desentierra. La Brigada incluso llega a un campamento en La Antigua, ejido de Tihuatlán, en donde los pobladores le cuentan a Miguel Trujillo que antes de 2014 llevaron al cerro frente a su comunidad a alrededor de 60 jóvenes a los que forzaron a subir y bajar la colina nada más apoyados con los codos, bajo la amenaza de recibir tablazos. Los testimonios del campamento, sólo fosas viejas ya trabajadas por la Fiscalía General del Estado y basura de la anterior diligencia son lo que suman al primer fin de semana.
Mientras tanto, en cada salida, padres, hijos, hijas y hermanos desaparecidos nos acompañan silentes desde botones, fichas, camisas y fotos colgantes. Ninguno le pertenece ya sólo a una persona: los demás son los propios. He ahí el significado de ser colectivo.
***
El día que la Brigada se quebró fue el martes 18 de febrero. Después de explorar por una semana al poniente de la ciudad de Poza Rica, decidieron ir a “La Gallera”, un rancho ubicado en Tihuatlán, al norte de la ciudad petrolera y pasando el deshuesadero donde se desvalijó el auto de los hermanos Trujillo.
“La Gallera” es un lugar con historia para el colectivo María Herrera. Entraron ahí la primera vez en 2017 y el lugar pronto se convirtió en la primera prueba de las cocinas humanas de la zona norte de Veracruz. De acuerdo con lo que investigaron, el rancho había sido arrebatado a los dueños allá por el 2011 para convertirse en un necrocentro de Los Zetas. Según lo que me contó Maricel, la primera vez que la Fiscalía General del Estado entró al lugar no reportó hallazgos, pero la segunda, cuando acudió el colectivo, desenterraron a cinco hombres y una mujer, que tendrían poco de haber sido inhumados. Gracias a los tatuajes aún visibles en uno de los cuerpos, una familiar identificó a su hermano.
Tres años y cinco búsquedas después, el colectivo María Herrera vuelve con la Brigada para explorar el paraje una sexta vez. No deberían encontrar nada, pero la falta de resguardo y las deficientes diligencias de la Fiscalía no son garantía para ellas.
La vegetación respeta el camino hasta la casa y su horno. En circunstancias normales, el horno sería una construcción bastante inocua y común, necesaria para cocinar uno de los platillos más distinguibles de la gastronomía huasteca: el zacahuil, el tamal más grande de México, una mezcla de maíz martajado con carne de res y cerdo y que se sirve en porciones acompañadas de chiles en escabeche. Incrustado en el centro de una galera, cuyo techo de lámina de asbesto ya adolece el abandono, se erige el horno de ladrillo de adobe de unos dos metros de alto, por tres de frente y otro tanto de profundidad, con una boca negra abierta lo suficiente como para que dos buscadoras asomen el cuerpo. Después del forzado cambio de dueños a inicios del Gobierno de Javier Duarte de Ochoa, el horno de tamal se transformó en un crematorio. Es lo que intuyeron las rastreadoras del María Herrera en las primeras incursiones, cuando encontraron demasiadas cenizas y pequeños fragmentos de hueso. Fue por ese tiempo también cuando descubrieron que en la jerga de los torturadores se decía que “zacahuileaban” a las personas.
Enfrente se alza la casa de paredes exteriores de un rosa devorado por el sol. En la mayoría de las ventanas no hay vidrios y en otras, ni siquiera herrería. En la esquina de la pequeña cocina hay decenas de olotes perfectamente desgranados junto a algunos envases de cerveza “Barrilito”. Cada una de las tres habitaciones tiene un color distinto; en el primer cuarto, el azul, hay un sucio asiento de auto, dos empaques de condones abiertos y una mancha café, ya decolorada, pero aún distinguible: la huella hemática de una mano y, luego, muchos tallones en la parte baja, casi cerca del suelo; en el de en medio, de verde, sólo queda el esqueleto de un clóset sin cajones, del mismo color que las paredes, mientras que en el camino nos topamos con el empaque abierto de un par de pastillas para la diarrea; finalmente, el último, de manchas blancas con el rosa palidecido de la casa, nos recibe con un nombre escrito a lápiz compulsivamente en los muros: “Pedro Morales Juares”. Y luego, junto al apagador de luz, descubrimos otro nombre: “María Guadalupe”. De vuelta a la sala lúgubre, vemos que quedó plasmado, también con grafito: “Z-35”. Dieciséis escalones de concreto nos llevan a la losa en donde hay un cuarto sin terminar y abundante papel de baño, <
Recuerdo que cuando Maricel me platicó de “La Gallera” y los primeros trabajos de búsqueda, mencionó que había sanguinolentas marcas de manos en las paredes, como la que vimos en el primer cuarto, pero más pequeñas. Sus peores miedos se confirmaron los meses siguientes de aquel 2017 cuando, después de la exhumación de los cinco cadáveres y tras insistirle a la Fiscalía que había que seguir revisando el lugar, dieron con dos cráneos, uno de ellos, infantil. Bien, pues en ese cuadro de tierra oscura atrás de la casa, el 20 de febrero de 2020 pude distinguir el plástico de un chupón rosa cuando fui por primera vez al lugar. Yadira González Hernández, rastreadora de Querétaro que desde hace casi 14 años busca a su hermano Juan, también lo vio, pero el martes 18, cuando ocurrió la primera búsqueda.
—Mira, ven, es que quiero saber si, este… ¿Verdad que es humano? —Yadira se acerca hasta Tranquilina, de Guerrero, hincada en el patio trasero de la casa. Tras confirmarle que sí es, dirige la mirada hacia otra parte del suelo.
—¡Mira, ahí hay otro! ¡Otra vértebra! ¡Y acá también!
Yadira destacó rápido en la Brigada por su fortaleza y carácter. Ese martes, no obstante, se congeló al verse rodeada de pequeños fragmentos de hueso. Bastó con que la otra buscadora acariciara la tierra, para que de inmediato descubrieran restos óseos, la mayoría calcinados y tan pequeños que una decena cabía en la palma de un guante o en un recuadro de papel higiénico. Pedazos, además, cercenados con sierra, de acuerdo con el ojo experto de la queretana.
—Y después, esos pedacitos de nuestra gente los revolvieron con restos o huesos de animales.
Dañados por el fuego, explica que resultará difícil poder extraer el ADN de las piezas que, en todo caso, acabarán destruidas en el proceso científico. La reducción total. Con suerte, de ser identificables, los familiares apenas recibirían un documento que signifique la certeza de la muerte.
El lugar explorado seis veces siguió vomitando huesos. Hay hasta cenizas enterradas. La Fiscalía General de la República apenas se daría abasto, así que las buscadoras deciden dedicar esa y otras dos jornadas posteriores a colar las cenizas del horno para identificar restos humanos. Son tantos que la pastor belga de la Policía Federal, Danisha, se satura del aroma de la muerte y ya no puede seguir apuntando lugares.
Por eso Yadira prefiere volver a enterrar un puñado de huesos que había sacado de un agujero.
Cree que los días, sumados a lo largo de los últimos dos años, no han sido suficientes para comprender la magnitud del problema, que este lugar debería ser intervenido por años, porque con el simple roce de la mirada quedan al descubierto los restos ennegrecidos.
Las buscadoras que no pudieron ir el primer día supieron del rompimiento colectivo de aquella jornada. Durante los siguientes días me platican tímidamente que fue algo muy duro, un golpe bajo, un sollozo coral que no sucedió en el momento exacto para todas, sino que uno fue detonando otro y cada grupo tuvo sus instantes. No obstante, lo que sucedió en La Gallera se esparció como un hálito turbio y estremecedor entre todo el colectivo.
“Fue un movimiento de sentimientos horrible”, recuerda Yadira y resume su experiencia en el lugar. “La Gallera es un campo de exterminio total”.
Rodeada de fragmentos óseos, tiene que decidir entre permanecer inmóvil o caminar y aplastarlos para poder salir.
Quiere agarrarse de Tranquilina para impulsarse en un brinco, pero su compañera le hace saber que, aun estáticas, ambas los están pisando. Entonces, cuenta que se rindió.
—Creo que te contagias, ¿no? Una vez que ves que uno se quiebra, pues los demás también, la mayoría.
Ya no quedaba más por hacer que llorar junto a Tranquilina.
Si haces click en la siguiente imagen puedes visitar nuestra sección de última hora.
EL EDITOR RECOMIENDA




