Los accidentes aéreos son más que fichas técnicas: así el de 1979 en CDMX

Dos tragedias aéreas separadas por décadas que revelan la frágil frontera entre la muerte y la supervivencia, y nos permiten recordar a María Dolores, quien a sus 15 años, se fue...

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La madrugada del pasado 12 de junio, el rugido de los motores cortó el silencio sobre las colinas de Khajuraho. Un Airbus de India Air, recién despegado de Nueva Delhi con destino a Londres, vuelo 171, perdió el control y terminó convertido en una bola de fuego y acero. Cuando los rescatistas llegaron, lo único vivo era un joven ingeniero de Mumbai, Viswash Kumar Ramesh, aferrado al fuselaje como si su voluntad fuera más sólida que cualquier estructura metálica.

Aquella imagen de humo y llamas, con la silueta del sobreviviente erguida frente a la tragedia, nos devuelve al vértigo de otro amanecer roto: el 31 de octubre de 1979, en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, donde el vuelo 605 de Western Airlines, el famoso “Night Owl” o “El Tecolote”, borró de un plumazo la risa de muchas familias, especialmente de una muy cercana, en la colonia Condesa.

Dolores, entre el bullicio de la Condesa y la promesa de Los Angeles

Desde niña, María Dolores Torre Hermosillo había sido el soplo de aire fresco en la casa de Culiacán 43. Tan rebelde como curiosa, arrastraba a sus hermanas Mónica y Julie por callejones escondidos, en busca de aventuras juveniles. Su madre, Norma, a veces desesperada, la regañaba por llegar tarde y con el uniforme escolar arrugado, además de las malas notas; su padrastro, Tony, la vigilaba con ojos de poeta triste, adivinando en ella algo que aún él no comprendía.

A los quince, Dolores partió del Distrito federal para estudiar en Los Ángeles.

Allá, lejos de la mirada protectora de la familia, se reinventaba: adoptó la cinta de colores para el pelo, y dio rienda suelta a su predilección por la música punk, lista para devorar todo lo que la década de los 70's nos había obsequiado: una vida plena y absolutamente divertida. 

Tardes de Quincy Jones, de Fleetwood Mac... ¡Cómo bailábamos el Rock de la Langosta!, cómo gastábamos el tiempo. (Como aquella casi medianoche, yo de 16 y ella de 14, cuando aburridos veíamos su pasaporte --sentados afuera de la boutique de Ivonne--, lleno de sellos, y decidimos arriesgarnos a algo inusual: a esa hora tomamos en Insurgentes el último camión a La Joya, en Tlalpan, un sitio que ni por la mente nos pasaba. Habremos llegado ahí a la una de la mañana, pero no había transporte de regreso, nos ilustró el chofer. Caminamos hacia abajo mucho tiempo, hasta llegar a San Angel. Sobre Insurgentes pedimos "aventón", la manera más común de transportarse en aquellos tiempos. Y sí, a esas horas de la madrugada dos opciones tuvimos. La primera, un depravado en un Súper Bee que quería "con la niña". Huímos. Minutos más tarde, a la altura de El Gallito de San Ángel, de un VW blanco con un par de hombres nos dieron el "súbanse", y lo hicimos. Estaban en el segundo carril, y ellos iban todo derecho. Por fin volveríamos a la Condesa. Pero antes, a estos hombres, arquitectos que platicaban haber recién construído el aeropuerto de Cancún, se les apeteció pasar un rato en aquel sitio llamado "Los Infiernos", en donde la música predominante era la salsa, muy cerca del Hotel de México. Nos preguntaron nuestra edad; mentimos, y en minutos estabamos dentro, tomando con ellos algo ligero y deleitándonos con cerezas al licor. María Dolores y yo bailamos algunas piezas. Un par de horas después llegaríamos de regreso a casa, cuando casi amanecía, tras haber vivido sin miedo alguno una inolvidable aventura adolescente). 

Dolores siempre habia estudiado al lado de su hermana Mónica, pero juntas eran un peligro. Las monjas del colegio Maddox lo constataron aquella mañana en que fueron expulsadas de la escuela. 

Norma Hermosillo tomó una difícil decisión y envió a Dolores a Estados Unidos mientras Mónica se reinscribía en el colegio de Ciudad Satélite. 

Pasaron los meses. Llegaron las vacaciones. Dolores, quien retomaba el camino del estudio, vendría a México unos días, y esa fue la noticia que corrió entre amigos. Se trataba de un trayecto de unos 2 mil 500 kilómetros y unas cuatro horas de duración. 

Qué felicidad. 

Pero...

El Tecolote que nunca vio el amanecer

El “Tecolote” volaba de noche justamente para llegar antes de la aurora. A las 5:42 a.m. CST, el DC-10 tocó tierra… pero no en la 23 derecha, como debía. La niebla era un talud de mantequilla espesa, los controladores ya habían advertido a la tripulación de la maniobra de “sidestep” y, aun así, el avión se deslizó hacia la 23 izquierda, clausurada, salpicada de maquinaria de reasfaltado. El estrépito de aquel primer roce —el golpe contra un camión, el quebrarse el tren de aterrizaje— resonó en toda la terminal. En un parpadeo, el fuselaje se desgajó, se incendió, y la madrugada se llenó de chispas, humo, fuego, y miles de escombros esparcidos.

De los 88 ocupantes, solo 16 sobrevivieron: muchos de ellos rescatados de una sección de cabina que milagrosamente no llegó a consumirse por el fuego. Entre ellos, rostros desencajados que todavía hoy recuerdan el calor abrasador, los gritos y, luego, el silencio absoluto.

La casa de la Condesa: un festín de dolor y recuerdos

Aquella tarde regresaba a mi casa de Culiacán 40, tras un último examen en el CCH Naucalpan. Encontré a Tony con el ceño contraído, mirando al horizonte desde su ventana, un bello ventanal art decó, las manos temblorosas. En la televisión, Jacobo Zabludovsky desgranaba la lista de fallecidos con una voz que hormigueaba de solemnidad. Cuando pronunció “María Dolores Torre Hermosillo”, mi mundo se hizo trizas, fue como oír romperse el cristal más fino dentro del pecho.

Y más aún cuando ante la cámara mostró "algunos de los objetos encontrados" y entre ellos el pasaporte de María Dolores, aquel que después de observarlo una noche nos impulsó a una aventura de adolescentes. Tomar un camión hasta donde llegue y volver a ver cómo. 

Los días siguientes, la Condesa parecía un pueblo fantasma. El corcho que albergaba las cartas de Dolores quedó vacío. Sus cuadernos repletos de ideas quedaron apilados sobre la mesa del comedor, como esperando que alguien los hojease y encontrara en ellos todavía la brasa de su voz. Y en el velorio conocí el verdadero significado de crisis nerviosa. Cuando el avión cayó, tenía 18 años y once días de edad, y la presencia de la muerte, simplemente, me avasalló.

Descripción técnica del accidente y relato de Gustavo Camacho

Esa madrugada, el avión McDonnell Douglas DC-10-10 (matrícula N903WA), operando el vuelo 605 de Western Airlines, se preparó para aterrizar en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México siguiendo un sistema automático de guía llamado ILS, que ayuda a alinear la aeronave con la pista designada, en este caso, la pista 23 derecha. El avión ya tenía desplegado el tren de aterrizaje, las alas con los flaps extendidos al 30% (para reducir velocidad y mejorar la estabilidad), y avanzaba a una velocidad aproximada de 270 km/h (145 nudos). Desde una altura de unos 600 metros sobre el nivel del suelo, comenzó su descenso final en un ángulo estándar de 3 grados, como indican los procedimientos de aterrizaje asistido por instrumentos.

Como la niebla era tan espesa, la tripulación no pudo ver la pista correcta, la 23 derecha, y sin darse cuenta siguieron bajando hacia la pista equivocada, la 23 izquierda, que estaba cerrada por trabajos de mantenimiento. A las 5:42 de la mañana, el avión tocó tierra justo en el borde derecho de esa pista clausurada, donde el suelo no estaba terminado ni compacto, y había vehículos sobre la pista, lo que provocó una serie de impactos y daños que desencadenaron el accidente.

Rebote vertical de 3–4 metros: energía absorbida en el primer contacto, seguida de un viraje de 17° a babor.

Impacto con maquinaria de reasfaltado: las ruedas destruyeron un camión estacionado, arrancaron un viga del tren derecho y desestabilizaron la estructura del ala.

Deslizamiento y colisión: el fuselaje, desalineado, recorrió 120 metros cruzando ambas pistas hasta estrellarse contra un hangar de mantenimiento.

Desintegración y fuego: en solo 26 segundos desde el primer roce, el DC-10 fragmentó su sección central y desató un incendio cuya temperatura superó los 800 °C, consumiendo la cabina de pasajeros y dejando intacto únicamente el compartimento trasero.

De los 88 ocupantes, solo 16 quedaron con vida, la mayoría rescatados de ese tramo posterior que no llegó a arder.

“El ala cayó en la casa de enfrente; lo primero que sentí fue una onda expansiva que rompió cristales y me lanzó de la cama”, recordó Gustavo Camacho en entrevista con Arturo Páramo.

“Corrí con dos zapatos distintos, me colgué la cámara mecánica y, pese a que los bomberos insistían en que me retirara, seguí disparando; vi motores zumbando, llamas de 10 metros y pilotos arrodillados rezando.”

Este testimonio, recogido por Arturo Páramo para Excélsior, aporta una perspectiva humana al desplome aerodinámico: la urgencia en tierra, la celeridad de los procedimientos de emergencia y el contraste entre la precisión de los sistemas de navegación y la impredecible fuerza del azar.

La diferencia entre la vida y la muerte es un segundo 

Hoy, al contemplar la foto de Viswash Kumar Ramesh, el ingeniero indio, con las ropas sucias, y orgulloso saliendo de entre los escombros, comprendemos otra vez que la frontera entre el vuelo triunfal y la tragedia es un suspiro. María Dolores pagó a sus 15 años aquel precio en 1979, y su ausencia nos enseñó que cada carta no enviada, cada risa ahogada, cada sueño interrumpido, convierten el tiempo compartido en un tesoro irrepetible.

En Nueva Delhi o en la Ciudad de México, el accidente nos recuerda que los aviones son máquinas de precisión extrema, pero en sus entrañas viajan deseos, esperanzas y nombres que, a veces, nunca llegan a pronunciarse.

Así como el joven ingeniero pudo aferrarse al fuselaje y seguir contando su historia, nosotros debemos aferrarnos a los recuerdos de aquella amiga de la infancia, con quien tanto compartimos, y junto a quien planeabamos destinos plenos de aventuras, como las que pasamos juntos, Dolores. Debemos aferrarnos a tu cuaderno repleto de notas sobre conciertos clandestinos, a tu fantasma que aún ronda los cafés de la Condesa, y a esa frase tuya, después de aventurarnos a odiseas inimaginables, cuando decías: “La vida es la más increíble de las crónicas; jamás permitamos que el miedo nos impida escribirla por completo”.

Porque, al fin y al cabo, se trata de no perder la voz en el aire denso de la tragedia, y de hacer que cada palabra cuente… Los accidente aéreos terminan siendo cifras, pero detrás de cada una, hay historias como la de María Dolores Torre Hermosillo, a quien, hasta ahora, no dejamos de extrañar. 

 

«pdg»

N. de la R. El accidente del vuelo 605 de Western Airlines, ocurrido el 31 de octubre de 1979 en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, se convirtió en una de las tragedias aéreas más significativas en suelo mexicano durante el siglo XX. La investigación oficial, conducida por la Civil Aeronautics Board (CAB) de Estados Unidos en conjunto con las autoridades mexicanas, concluyó que la causa principal fue la desorientación de la tripulación ante condiciones de visibilidad extremadamente bajas (menos de 800 metros), sumado a la confusión en la identificación de pistas, pues la 23L estaba cerrada por mantenimiento y la señalización de clausura resultó insuficiente en medio de la niebla.

El DC-10-10 matrícula N903WA, con apenas seis años de servicio, había realizado su aproximación final basándose en el ILS (Instrument Landing System) de la pista activa (23R). Sin embargo, debido a la pérdida de referencias visuales, los pilotos desviaron la trayectoria hacia la paralela inhabilitada. La falla en ejecutar una maniobra de aproximación frustrada (go-around) fue un factor determinante. Esta tragedia tuvo repercusiones importantes en la revisión de los protocolos de aproximación en condiciones de baja visibilidad, no solo en México, sino también en aeropuertos de alta altitud o en zonas urbanas.

El paralelismo entre ambos casos –Western Airlines en 1979 y India Air en 2025– radica no solo en la dimensión trágica, sino en cómo, a pesar del avance tecnológico en navegación, automatización y prevención, las condiciones humanas y meteorológicas siguen influyendo decisivamente. En ambos accidentes, la figura del único o escaso número de sobrevivientes ofrece una narrativa potente que obliga a reconsiderar los límites de los márgenes de seguridad aeronáutica. La historia de María Dolores Torre Hermosillo, como la de tantas otras víctimas invisibles, humaniza la estadística y resignifica la memoria colectiva frente a los avances fríos de la tecnología.