Ellas superan la adversidad; mujeres sin límites

Todos los días superan adversidades pese a una parálisis cerebral, estar en prisión o padecer cuadriplejia

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Ahora le dicen "Dedito Veloz"

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Elizabeth Araiza tiene 41 años, una mente ágil y una forma profunda y dulce de transmitir pensamientos e ideas. Es morena, bajita y guapa, y un martes, al mediodía, lleva zapatillas, medias y un vestido negro y escotado en el busto. Le gusta arreglarse pese a que peinarse, maquillarse y, sobre todo vestirse, le significa un enorme esfuerzo en el que debe empeñar más de dos horas. También batalla para subir y bajar de los taxis y para ir al baño, pero ella no piensa en esas complicaciones, porque de lo contrario su vida se hubiera detenido hace tiempo.

Empuja con una mano la silla de ruedas en la que pasa la mayor parte del día hasta que no puede más y le pide a su sobrina que la ayude.

La niña empuja el cochecito con cuidado hasta ponerla en un claro al sol.

Elizabeth nació con parálisis cerebral un primero de diciembre, la penúltima de 11 hermanos, seis hombres y cinco mujeres, procreados por un ferrocarrilero y una mujer dedicada a sus hijos.

Desde los cinco años empezó a tener conciencia de su condición, cuando miraba jugar futbol a sus hermanos y sabía que era diferente, aunque ellos siempre la trataron como al resto. La ponían de portera y le tiraban el balón durísimo porque no se dejaba meter gol.

Tendría ocho años y deseaba hacer lo que hacían sus hermanos. Correr, saltar, jugar en las calles de San Lázaro y desde luego, ir a la escuela.

“Nunca estudié hasta muy grande”, dice Elizabeth y sus dientes blancos relumbran en el mediodía soleado de la Ciudad de México. “Sentía una gran soledad porque todos mis hermanos se iban por las mañanas y yo me quedaba en casa”.

Elizabeth nunca pudo convencer a sus padres de que la llevaran a la escuela. Le decían que los niños se burlarían de ella. A los 12 años dejó de ir a terapias para estirar los brazos y las piernas y su hermano José le enseñó a leer. Le leía cuentos y novelas de amor.

Ya en la adolescencia, sus padres no la dejaban salir sola, tener enamorados y menos un novio. Salía solo con la familia o se quedaba en casa o salía a gatear a la calle. Tuvo su primera silla de ruedas a los 14 años, heredada por una señora que murió y le quedaba enorme.

“Entre los 13 y los 25 años en mi casa todo fue muy difícil”, recuerda. Su papá era alcohólico y golpeaba mucho a su mamá. Lo veía todo el tiempo porque era la única que no estaba en la escuela. La etapa más complicada llegó al cumplir 15 años.

Su hermana, un año menor, iba al cine, a bailar y ella quería hacer todo lo que ella hacía. “Yo me quedaba en casa viendo todos los problemas. No ambicionaba nada”. Por aquellos años tuvo su primer beso, con un amigo.

A los 26 años, su vida dio un vuelco, como si hubiera salido de un túnel y visto la luz.

Conoció a un muchacho en una fiesta. Se llamaba Alejandro, era conversador, amable y siempre trataba de acompañarla y platicar, pero Elizabeth se dio cuenta de que no tenía tema de conversación. Él le contó que tenía un maestro con discapacidad y la animó a estudiar.

Para entonces, la familia se había mudado a Ciudad Neza. Estaba por cumplir 27 años cuando entró por primera vez a un aula de un kínder para estudiar la primaria. Había hombres y mujeres mayores que ella, la única con discapacidad. Fue muy difícil porque no podía escribir a mano y todo debía aprendérselo de memoria. Las operaciones de matemáticas las hacía en la cabeza.

Al final de cada clase se llevaba a casa libros de todas las materias y los memorizaba. Cuando terminó la primaria, a los 28 años, sus papás ya se habían divorciado. Su papá se quedó en Neza y su mamá y todos los hermanos se fueron a Ecatepec.

Le fue muy difícil adaptarse a gente que no conocía. No tenían dinero y Elizabeth se encerraba en su cuarto todo el día. Una tarde, a través de una amiga, se enteró que en Locatel existía un grupo de atención sicológica.

Ahí conoció a Sonia, una sicóloga con la que conversó durante meses cada tercer día. Le decía que quería hacer cosas, superarse, salir adelante.

La sicóloga encontró un DIF en Ecatepec donde reanudó las terapias que dejó a los 12 años. También se sometió a una operación muy dolorosa que debió haberle sido practicada de niña para jalar los tendones, abrirle los pies y estirarlos, porque los tenía muy encogidos, como una raíz de árbol encajada en la tierra.

Estudió la secundaria cuando se adaptó a la nueva casa. A los 29 años fue su primera vez, con un muchacho que caminaba, un amigo que ella eligió y con el que estuvo tres años. Después hizo cursos de computación y taquimecanografía. Su mamá le dice “dedito veloz”: escribe en la computadora y textea desde el teléfono con el índice de la mano izquierda.

En una fundación para gente con discapacidad intentó estudiar la prepa, pero perdió dos años. “Sentí por primera vez la discriminación entre los míos”. Los directivos se opusieron a que una persona la asistiera para escribir por ella en los exámenes.

Al terminar, como en otros momentos de su vida, en lugar de detenerse se preguntó: ¿Qué sigue? Vender productos Mary Kay le ayudaba a sostenerse, pero ambicionaba algo más.

En noviembre de 2014 llegó a la UNAM a presentar un examen de admisión y días después otro propedéutico. Pasó los dos. Ahora se levanta a las cuatro de la mañana para estudiar la licenciatura en sicología; desea especializarse en sexualidad para personas discapacitadas.

Entre 11 hermanos, sólo Elizabeth y una hermana abogada son universitarias. (Wilbert Torre)

Las cárceles del alma

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Unas suaves sombras verdes y púrpuras en los párpados realzan el cabello negro y liso de Maribel Vázquez Cañas, que se recuerda antes de estar encerrada aquí como una mujer fea, egoísta y prepotente. Aquí es Santa Marta Acatitla, una cárcel que como todas las prisiones parece un sitio donde converge lo peor del ser humano. Ella está convencida de que la cárcel la ha hecho una persona humilde, compresiva y tolerante. Una mejor madre y mujer.

“Llevo aquí dos años y siete meses. El papá de mis hijos robó una camioneta de embutidos unos días después de salir del Reclusorio Sur, donde estuvo preso por robo y violencia familiar. Mis hijos me hablaron, me dijeron aquí está la policía. Me preguntan si quiero declarar, me subo a la patrulla y me llevan de testigo. Ahí me entero que se me acusa de privación ilegal de la libertad. Los empleados de la camioneta dijeron que habían escuchado a una mujer y me señalaron. Yo no estaba ahí. Mis hijos lo saben. Yo había metido a la cárcel a mi marido por violencia familiar. Tenía una restricción de diez metros y cuando salió me acosó. Nos dieron una sentencia de 27 años”.

“Yo era comerciante en Xochimilco. Vendía productos esotéricos, veladoras, amuletos y artesanías. Soy muy tradicionalista. Me gusta echar las tortillas y hacer salsa de molcajete. Tengo 40 años y cinco hijos de 19, 17, 16, cinco  y un año. Quedé huérfana a los cinco. La vida de mis hijos cambió desde que llegué aquí. Mi hija ya se juntó y creo que su marido la golpea y no la deja venir a verme. Mi hijo maneja un microbús”.

“Aquí no es difícil la cárcel, sino la convivencia. Vivimos tres presas en un cuartito de cinco por tres metros y compartimos baño, mesa, lavadora. Tengo un niño de un año y ellas unas niñas de tres y cuatro años. Allá afuera nosotras, como mujeres, mandábamos y organizábamos.

Mi marido actual va a ver a mis hijos de repente. Mi hija sólo vino una vez a verme. A él lo conocí hace 22 años. Estaba casado y nos dijimos bye. Lo volví a ver hace seis años y medio. Con él tengo mis niños más pequeños, de cinco y un año.

“Llegué aquí el 10 de junio de 2012. Voy a meter un amparo para salir. Leonardo, el papá de mis hijos, estuvo en el Reclusorio Sur acusado por robo y violencia. Yo nunca había estado en un lugar como este. Ahora trato de ser diferente. Afuera era muy mandona, intolerante, muy prepotente, traía 20 mil pesos en la bolsa porque me iba muy bien en mis tiendas y miraba a las personas por encima del hombro. Ahora sé que debo respetar las decisiones de otros y que no somos iguales. Qué triste tener una experiencia así para cambiar.

“Con mi marido actual planeamos tener un bebé aquí, en la cárcel. Tenemos una visita íntima y dijimos: Ay sí, un bebé que me haga compañía. Aunque si pensamos: si Dios no lo permite, ¿con quién se va a quedar? Mi niño tiene un año y diez meses. Aquí nos permiten tener a los niños hasta los cinco años con 11 meses. Pero sí me voy a ir de aquí. Confío en Dios. El bebé me ha ayudado mucho a no meterme en problemas. Me mantiene ocupada y lo que le sigue.

“¿Bebé, quieres subirte al cochecito? ¡Dále a los pedales! Aquí tomo cursos de violencia para controlarla, porque no nos damos cuenta de que somos violentos. ‘Bebé, ven, te voy a dar teta’.

“Al bebé le estoy enseñando a respetar, a ser tolerante y a compartir. Todo esto fue lo que la cárcel cambió en mí. Antes me costaba trabajo ver la vida así. La veía más fácil. Si quería algo lo compraba. Aquí eso no importa. Lo más importante son las cosas que no puedes comprar. La familia. Los hijos. Tú. Dejé de ser presumida. ¡Antes cómo me peinaba y me arreglaba! Mira mis manos. Ni están pintadas. Era fea y prepotente. Antes, yo era camioneta, carro, casa. Aquí somos todas iguales. Aprendes a valorar las cosas. Antes me acababa un suavitel en una lavada y ahora me dura 20 días”.

“Aquí hago cuadros de repujado con motivos católicos. Leo cosas de Kabbala. Aprendo que hay que ser semejantes al creador. Ser humilde y tener más conciencia, paciencia, pensar y no reaccionar.

Me levanto a las seis de la mañana, a veces me da flojera. El niño duerme conmigo en la cama. Limpio la casa, lavo ropa, me arreglo. De 11 a una voy a un curso de capacitación de tejido para hacer bolsas, decorar espejos, tortilleros. De lunes a viernes mi niño va a la escuela de nueve  a dos. De tres a cuatro voy a la escuela para adultos. Estoy terminando la secundaria. Son nueve exámenes y el 20 de febrero completaré seis”.

“He aprendido a jugar ajedrez. Me encanta. Luego voy a otro curso para enfrentar al delito. Me ayuda a tener argumentos para defenderme. Los martes y los jueves tomo cursos de violencia de género y Kabbala, que además te enseña a procesar la envidia. Lo hago porque es algo que siempre anhelé, pero era materialista. Antes pensaba que las cosas te hacían. Ahora sé que lo que te hace es lo que eres. Era muy perfeccionista y aquí eso te puede causar problemas.

“Cada domingo viene mi marido, se llama Alfredo. Llega a las diez y se va a las cinco. Es chofer de un camión que va de Reforma a Pantitlán y maneja de las cuatro de la tarde a las 11 de la noche. Tiene 51 años y lo quiero mucho. Es muy solidario. Con él viven mi hijo de 16 años y el niño que tuvimos juntos, el de cinco. Cuando mi marido viene echamos cambio de hijos. Yo le doy al bebé y me quedo con el de cinco años, que siempre pregunta:

—Mami, ¿esto qué es?

—Esto es Santa Martha, un lugar que ha ayudado a tu mami a ser mejor mujer y mejor madre.

—Dicen que es la cárcel, mami.

—Hay veces que la cárcel la lleva uno dentro, en el alma, hijo.

—¿Cuándo te van a dar tu certificado para que te vayas a la casa? ¿Se puede quedar mi hermano y me quedo contigo?

“Antes, a mis hijos, les daba cantidad. Ahora les doy calidad. Aquí contamos con piedras en lugar de un ábaco. Trae su tarea del viernes y la hacemos juntos. Si todo esto lo supieran los que están fuera, el mundo sería muy diferente.

“Aquí me dicen la señora feliz. Estoy en Santa Martha y le tengo que sacar jugo a lo que tengo. He aprendido a vivir con lo que tengo. Vivo como puedo, no como quiero. El día que salga voy a seguir trabajando en esta humildad, paciencia y en compartir. Quiero salir y vender lo que hacen mis compañeras en las ferias. Ayer hice tlacoyos y sopes. Aquí el molcajete es un toper y el mortero un frasco de mayonesa.

“Por teléfono le digo a mis otros hijos: tu mami es mejor madre y mejor mujer. Quiero que la conozcan a ella, a esa nueva mujer.” (Wilbert Torre)

Ser más que un cuerpo

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La Unidad de Congresos del Centro Médico, en avenida Cuauhtémoc, es un desfile interminable todos  los días de la semana. Hasta ahí llega cada miércoles la doctora Norma Maldonado, desciende de una camioneta en una rampa ayudada por Pili, —“mi ángel, mis piernas, mis brazos”—, entra a un aula, se sienta ante una computadora y escribe sin descanso con el huesito exterior del pulgar de la mano izquierda.

Trata de no perder ningún apunte de sus estudios de semiología, una disciplina que estudia los significados de la vida cotidiana que le resulta vital en su trabajo de terapeuta de tres grupos de 25 personas con distintas discapacidades.

Norma Maldonado es cuadrapléjica, con una lesión alta de la columna, un grado menos que Christopher Reeve, quien sólo podía mover los ojos. Ella no puede controlar el tronco, perdió la movilidad de las piernas, las manos y casi por completo de los brazos. Pili, una amiga de la universidad, la ayuda hace nueve años a hacer todo lo que no podría hacer sola.

El accidente ocurrió hace 13 años, cuando ella, su esposo y su hijo recorrían en un auto pueblos del sureste mexicano. Casi al llegar a Tabasco, una llanta estalló. Norma Maldonado perdió toda memoria de ese instante, pero cree que se había quitado el cinturón de seguridad para voltear al asiento de atrás.

Sufrió fractura de cráneo y en siete vértebras de la columna. Recuerda haber visto una luz blanca en algún momento de los tres meses que permaneció en terapia intensiva. Cuando recobró el sentido escuchó a una de las doctoras que la atendía en una clínica del IMSS decir a su marido: “Usted déjela acostada en la cama, enciéndale la tele y ya. Ella no puede hacer nada más”.

No mover las manos era una fatalidad para ella, que vivía de sus manos. Hasta antes del accidente era odontóloga.

Todos los días despertaba y decía: “Dios mío, otra vez”. No podía aceptar que se terminara su intensa vida previa. No aceptaba la idea de no necesitar a nadie para ir de un lugar a otro, para vestirse, ir al baño, al cine, a fiestas, a bailar.

Quería suicidarse y le frustraba no poder hacerlo. En terapia intensiva le dijo a una amiga médico que le echara una mano, que la ayudara a terminar con todo. Ella le dijo que sí, pero le pidió pensar en su marido y en su hijo.

“Los suicidas heredan suicidios”, le dijo. “Piénsalo y me hablas”.

Nunca le llamó para eso.

Ya en casa, las cosas no mejoraron al principio. Su hijo tenía ocho años cuando ocurrió el accidente y estaba habituado a una madre muy activa que formaba parte de la directiva de la escuela y nunca paraba. No se acostumbraba a verla tendida todo el día:

—Mamá, levántate y camina. Vamos a la calle.

Los dos años siguientes fueron muy difíciles para todos. Su marido perdió el empleo y vivían de vender bolsas de niña y mochilas. El comedor de su casa fue sustituido por una cama de hospital. Todo ese tiempo no salió a la calle. Permaneció acostada, recuperándose, deprimida y enojada.

Su nueva vida empezó a cobrar sentido cuando ingresó a la Fundación Humanista de Ayuda a Discapacitados (Fhadi) y conoció a personas en su misma condición. Llegó con mucho resentimiento y un proceso inacabado de duelo.

Recuerda que una de las primeras veces que llegó a la fundación unos muchachos discapacitados y en silla de ruedas estaban riéndose a carcajadas. Los miró con odio. ¿De qué se ríen? ¿Qué les pasa? ¿No entienden nada? Se preguntó.

La terapia colectiva en un grupo de discapacitados le ayudó a procesar sus emociones y a descubrir algo que ha conservado: “Somos mucho más que un cuerpo. Hay otra forma de vida”. Una noche se dijo: “No me voy a morir. Voy a seguir viviendo y voy a decidir cómo vivir”.

Entonces decidió estudiar sicología de la discapacidad en la Universidad del Valle de México y un diplomado en escucha compartida.

En 2009 se hizo terapeuta y comenzó a dar terapias en la fundación y después, por medio de una alianza con Vida Independiente y Grupo Altía, imparte conferencias sobre lesiones medulares, higiene, cuidado personal y sentido de vida.

Cinco años después del accidente terminó de escribir un libro, un manual práctico para personas con lesión medular. Ahora tiene a su cargo tres grupos de 25 personas con discapacidad cada uno.

Está muy concentrada en la escritura de textos sobre tratamiento de escaras, unas úlceras que se forman por presión en el cuerpo de las personas que pasan muchas horas sentadas en una silla de ruedas y que pueden llegar a morir por gangrena.

Una de sus principales metas es hacer conciencia sobre lo que significa sobrevivir en un mundo donde las discapacidades son ignoradas.

Su marido, que fue de un trabajo a otro sin suerte, encontró un empleo en una empresa privada hace tres años. Su hijo tiene 21 años y estudia ingeniería aeronáutica.

Hace todo lo posible por pasar la mayor parte del tiempo con su familia, pese a su intenso tren de actividades.

Los lunes da terapia colectiva de 11:00 a 1:00 horas y los martes de 12:00 a 2:00 horas. Los miércoles todo el día tiene clases de semiología y los jueves un grupo de estudio. El viernes vuelve a trabajar con los grupos amplios de personas con discapacidad, en la oficina que tiene en Tlalnepantla.

“A mí, la mente me da todo, aunque el cuerpo no me ayude”, sonríe Norma Maldonado. “Me rueda mucho la ardilla. Soy muy inquieta, quiero hacer muchas cosas aunque el cuerpo me manda a descansar”. (Wilbert Torre)