Farsa lucrativa
El deporte es poliédrico, multifacético. Su degradación empieza al dar el salto al profesionalismo. En el combate del sábado entre Floyd Mayweather y Conor McGregor no estaban en juego las excelencias del boxeo ni de las artes marciales; tampoco la clase ni el nivel ...
El deporte es poliédrico, multifacético. Su degradación empieza al dar el salto al profesionalismo. En el combate del sábado entre Floyd Mayweather y Conor McGregor no estaban en juego las excelencias del boxeo ni de las artes marciales; tampoco la clase ni el nivel de los gladiadores. Se proyectaba fascinante y atractivo en el aspecto deportivo y primordialmente como espectáculo, farsa industrial, negocio lucrativo, porque desde los tiempos del legendario Jack Johnson, hijo de padres esclavos, el primer campeón de boxeo de Estados Unidos, los negros (Joe Louis, Floyd Patterson, Muhammad Ali, George Foreman, Mike Tyson) representan un imán, sobre todo cuando enfrentan a un blanco ante una multitud de un pueblo racista; porque Mayweather, a sus 40 años, en decadencia atlética, abandonó dos años de retiro por una bolsa millonaria con el pretexto de enfrentar a McGregor, figura cimera de las artes marciales mixtas, de 29 años. Era una pelea de resultado anticipado —desventajosa para McGregor, pero más aún habría sido si en este choque, descabelladamente, Mayweather hubiese saltado del cuadrilátero al octágono, entonces éste habría sido más vulnerable que aquél. Una pelea entre un joven, de personalidad magnética y reluctante, contra un viejo con la aureola de invicto; enfrentaban no por un bistec como el viejo Tom King, de Jack London, sino por cifras de más de seis dígitos. Atractivo porque el boxeo, aunque ha perdido mucho de su calidad, ejerce intensa fascinación, como lo ha expresado con agudeza Joyce Carol Oates, de la Universidad de Princeton en New Jersey, porque, metáfora descarnada, es una actividad relacionada más con ser herido que con herir —la gente acudió al patíbulo de la plaza de la Revolución en París no para ver blandir el hacha del verdugo, sino para ver rodar la cabeza de Robespierre—; porque está en la delgada línea divisoria de una lucha cruel destructiva física y mental, con sus reglas; acaso con la idea de un juego limpio y la lucha del animal salvaje de la selva. En el boxeo y en las artes marciales no existe el simbolismo de los récords ni el ludismo del futbol. Se pegan para hacerse daño, infligir dolor, destruirse.
Sólo que el deporte y el boxeo, poco a poco, se han ido desvirtuando para dar paso a la farsa deportiva, circense. El enfrentamiento en el circo romano de reciarios contra el gladiador del tridente o la espada; Jesse Owen corría contra caballos y perros; Clay contra Iñoki, Chuck Wepner, uno de los pocos que puso en la lona al orgullo de Louisville, Kectucky, el que volaba como mariposa y picaba como abeja, en su infortunado combate ante André el Gigante; la reciente prueba de Michael Phelps con su patada de delfín ante un tiburón. Dentro de poco, acaso veamos a un tenista contra un bateador. ¡Roger Federer contra Babe Ruth!... La manada resiste todo, exige a gritos que le tomen el pelo y paga por ello y lo disfruta.
Brillo engañoso y artificial de actores mediocres de una farsa en la que se insultan antes de combatir —algunos sin conocerse, tal vez crean que deben odiar a su adversario— y arrastran a una multitud a formar parte de una farsa junto con la televisión y los comunicadores. Todos engloban una farsa.
Los nuevos consumidores consumen farsa. Y lo hacen conforme la Ley Gresham, en la que “la moneda mala expulsa a la buena”; si circula oro o plata se conserva, por eso se sustituye por papel. Los buenos combates de antaño han sido desplazados por las peleas mediocres de hogaño. El boxeo languidece.
