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La prueba ilícita y los juicios sumarios mediáticos

Ricardo Peralta Saucedo

Ricardo Peralta Saucedo

México correcto, no corrupto

Como nunca antes en la historia contemporánea de nuestro país se habían utilizado los mecanismos mercantilizados de la industria mediática para las campañas instrumentadas para la política o, cuando menos, no con tal saña y ponzoña que evidencia en su conjunto lo inverosímil y la falacia como prácticas de los mismos autores.

Ha estado tan prostituida la participación, que los que menos esgrimen sus opiniones son periodistas. Escriben, graban videos, son comentaristas y opinólogos multifacéticos, comediantes de humor vulgar que poco se acercan al legado culto, señores que conocen del mundo de la farándula, cientos de medios electrónicos de noticias de muy bajo calibre que han pululado ante la ausencia de presupuesto público para patrocinarlos en los medios tradicionales; pero que se suman al masivo ataque a manera de presión, todos identificados plenamente, actúan como nadadoras de nado sincronizado. Son sicarios y mercenarios de la información, aunque sea falsa, cobran al fin para sobrevivir ante su peor pandemia, la ausencia del erario. Son beneficiarios de la corrupción imperante en ese ámbito.

“Los frutos del árbol envenenado”, como también en materia jurídica se le conoce a la prueba ilícita, se refiere primordialmente a todos los elementos que se imprimen a una acusación obtenidos de manera que no pueden ser susceptibles de probanza leal, es decir, que fueron construidos de manera ilegal y falsa, sus resultados, por ende, serán ociosos y desechados. Así, falazmente se practica diariamente de manera muy ligera la información.

La obligación de toda autoridad ministerial o jurisdiccional es encontrar la verdad de los hechos; las pruebas deben utilizarse para reconstruir o evidenciar conductas y, en virtud de ellas, llevarlas ante los jueces, garantizando en todo momento los principios de legalidad e inocencia. Los resultados no deben ser valorados en términos de la moral o de ética, sino de verosimilitud.

La misma autoridad administrativa debe ser cautelosa en sus definiciones, actuar de manera escrupulosa e institucional, ya que sus deliberaciones que conllevan tintes políticos suelen naufragar, poniendo en riesgo la credibilidad de su entorno, primordialmente de su investidura, con independencia de las consecuencias judiciales que a posteriori pudiera estar sujeta sin ostentar el cargo público. Por fortuna, las conductas de acción u omisión tanto para particulares como para servidores públicos están catalogadas como de prisión preventiva oficiosa y su prescripción está también contemplada en la legislación nacional.

Esta coyuntura dogmática de la prueba ilícita no está contemplada en la norma como definición, aunque nuestra Constitución la refiere de manera sucinta en los artículos 20, 102, 107 y 115, entre otros, por ello, es menester que todo aquello que se remita en los medios informativos tenga una base de credibilidad sustentada en probanzas y no la impudicia de una pluma.

A todas luces, los mecanismos civiles para acreditar el daño moral resultan jugosos negocios para litigantes y actores que lo hacen valer, tienen el derecho, pero vale la pena cuestionarse, ¿en verdad tiene valor monetario la agresión a la moral pública? ¿O es tan inmoral como imputar un hecho falso?

Si la ley prohíbe en los procesos judiciales la utilización de las pruebas ilícitas, es momento que los legisladores escudriñen la necesidad de democratizar los derechos de prensa y libertad de expresión, no menoscabarlos, por el contrario, darles dignidad y fortaleza desde la pulcritud de la veracidad y transparencia, se deben regular los límites de los expositores.

Los juicios sumarios de corte inquisitorio a través de los medios de comunicación son fugaces, de temporada y con actores cada vez menos vigentes y más denostados, es un mal social que debe ser atajado a través de mecanismos coercitivos propios y del Estado mexicano, no a la censura, sí a los contenidos calificados, donde los medios recuperen el “cuarto poder” que alguna vez tuvieron como equilibrio del poder.

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