Síndrome de fatiga democrática

Se enaltece a la democracia como el ideal a alcanzar y sin embargo, las votaciones son ganadas por personajes que fundan su éxito en el odio, la intolerancia y las divisiones entre el electorado

Los procesos electorales en el mundo siguen produciendo resultados que asombran a los analistas de la ciencia política. Hace unos días, Brasil vivió uno de los comicios presidenciales más polémicos de su historia reciente y resultó vencedor de la contienda electoral Jair Bolsonaro con el 55% de los votos, derrotando a su oponente Fernando Haddad, candidato del Partido de los Trabajadores.

Brasil es la novena economía de todo el orbe y la segunda más grande del continente americano, superada sólo por Estados Unidos. Por ello, la llegada de un político ultraderechista al poder exige un análisis —y reflexión— de las características del personaje electo para dirigir a ese amazónico país.

Bolsonaro tiene 63 años, es originario de Glicério, municipio del estado de São Paulo; se ha casado en tres ocasiones y es padre de cinco hijos. Graduado en la principal escuela de formación militar de esa nación, ha sido concejal y congresista en diferentes ocasiones.  Su principal fortaleza frente al electorado fue que nunca se ha visto implicado en casos de corrupción.

Sin haber hecho una campaña intensa, debido a que fue herido de una puñalada durante un mitin, logró capitalizar el descontento contra la clase política en el poder —del Partido de los Trabajadores— después de 13 años de gobiernos marcados por la corrupción; ofreció garantizar la seguridad pública del Brasil y se declaró abierto defensor de la familia tradicional.

Un fenómeno curioso se ha manifestado a menudo en algunas elecciones recientes. Se enaltece a la democracia como el ideal a alcanzar y sin embargo, las votaciones son ganadas por personajes que fundan su éxito en el odio, la intolerancia y las divisiones entre el electorado.

Un discurso conservador, machista, agresivo y la polarización de la ciudadanía, fueron factores claves para alcanzar el voto mayoritario, tanto para Bolsonaro como para Trump. Confrontan a pobres y a ricos; a blancos y afro-descendientes; nacionales y migrantes; liberales y conservadores. La tónica es la misma, en este resurgimiento de populismos, ya se trate de la ultraderecha o la izquierda.

No deja de ser preocupante la llegada de este político de extracción militar, porque demuestra que cada vez es más frecuente que los electorados en el mundo apuestan por el ungimiento de líderes “fuertes”, que prometen mano dura para acabar con los abusos de los gobiernos salientes y que terminan por ignorar los derechos de las minorías, con el argumento de privilegiar el mandato de las mayorías.

El reto de las democracias modernas es encontrar el sano equilibrio entre legitimidad y eficiencia al gobernar. La búsqueda de una cosa no puede violentar la otra, porque de por medio se encuentran el riesgo —y la tentación— de vulnerar los derechos de las minorías, bajo el argumento de legitimar la ideología y promesas de campaña mediante decisiones populares, pero antidemocráticas.

El desencanto de la política está llevando a que cada vez voten menos personas en torno a una ideología política clara. El gran reto a lo que se ha llegado en llamar como “síndrome de fatiga democrática”, es que las instituciones nacionales sean capaces de equilibrar el ejercicio del poder, preservar su división y control, a través del respeto al orden constitucional, que son máximas garantías contra los excesos autoritarios.

Como Corolario, la frase del jurista alemán Karl Loewenstein: “El poder corrompe y cuando es absoluto, corrompe absolutamente”.

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