Tierra asesina

Es un secreto a voces, recordado sólo por algunos locales de buena memoria: Ted Bundy caminó por esta ciudad, Ann Arbor, en enero de 1978. Lo hizo después de escapar de una cárcel de Colorado, acusado del secuestro de Caroline DaRonch, la cual huyó de milagro. Bundy creció en Tacoma —en el estado de Washington—, en donde ASARCO —una empresa minera, metalúrgica y de refinación adquirida por Grupo México en 1999— contaminó aquella ciudad con altísimos niveles de plomo. En su libro más reciente, Murderland (2025), la periodista Caroline Fraser reafirma aquella teoría —primero propuesta por Jessica Wolpaw Reyes a finales de los 90— en el sentido de que hay una correlación directa entre contaminación por plomo y otros componentes y altas tasas de crimen violento.

El libro de Fraser es una memoria colectiva e individual: narra su vida mientras crecía en Seattle y la entrelaza con la violencia pública, visible, de los asesinos seriales y sus conexiones con la contaminación y el medio ambiente. Fraser salta, de capítulo en capítulo, de un tono periodístico a uno personal, animado por los resortes de la memoria y el trauma: narra los crímenes de una multitud de asesinos seriales nacidos cerca de zonas contaminadas en Estados Unidos y también escribe una historia paralela de los aparatos corporativos y su nula o escasa toma de responsabilidad por sus emisiones tóxicas. Fraser equipara el apetito corporativo de ASARCO y otras compañías y la consecuente contaminación de sus fábricas con la violencia del asesino serial: ninguno ve mucho valor en la vida.

El asesino serial es la figura antidemocrática por excelencia: en un mundo que aspira a la transparencia y a la visibilidad de todo lo que yace en la superficie, el asesino serial es un experto en camuflaje, pues ninguna tecnología del poder puede verlo en su totalidad —el asesino serial contemporáneo probablemente está vacunado, tiene un pasaporte, identificación oficial, acta de nacimiento— hasta que es demasiado tarde, es decir, cuando el rastro de cadáveres que deja es suficiente para voltear a verlo. Ellos tampoco entienden por qué lo hacen: Dennis Rader llamaba “monstruo” a eso que lo obligaba a matar; Ted Bundy lo llamó la “entidad”.

Las teorías abundan, pero todo parece indicar que la creación de este tipo de subjetividades es el resultado de una combinación fatal de factores sociobiológicos y medioambientales: el asesino serial nace con una predisposición para la violencia, pero es el contexto en el que crece el que finalmente lo determina. Es común escuchar historias de accidentes en la infancia, una vida familiar caótica o distintos tipos de abuso en la vida de distintos asesinos seriales.

Ahora es posible añadir una pieza más: la contaminación medioambiental. El caso de Ted Bundy, narrado en el libro, es iluminador: pasa sus primeros tres años de vida en Philadelphia —en ese tiempo la ciudad poseía la mayor cantidad de fundiciones de plomo en Estados Unidos— y después se muda con su madre a Tacoma, una ciudad todavía más envenenada: en 1920, la ciudad se convirtió en una de las mayores productoras de arsénico blanco, “una de las sustancias más peligrosas conocidas para el ser humano”. Menos de un octavo de una cucharadita de té es suficiente para matar a un adulto. En Tacoma también conviven distintas industrias que envenenan a sus residentes: tienen su propio “Distrito de la fundición” y a principios del siglo XX, para expulsar gases nocivos de la “Fundición y Refinación de Tacoma” la más grande de las compañías instaladas en la ciudad, se crea una chimenea que mide 174 metros, la más grande del mundo en aquel momento. Cuando Ted Bundy cumple 7 años, en 1953, 630 toneladas de arsénico y 200 de plomo salen de aquella monstruosa chimenea.

En México, la conversación en torno al asesino serial se reduce a un puñado de expertos que, generalmente, estudian al asesino serial de manera oblicua, casi como si no existiera. Estamos equivocados. El asesino serial mexicano se inmiscuye con intensidad en los asesinatos sexuales de mujeres en Ciudad Juárez y el Estado de México, lo vemos solapado e intruso en la violencia del narcotráfico, lo vemos cuando un caso sale a la superficie con el horror cósmico de su figura, como Juana Barrera o el Caníbal de Atizapán. Hasta hace poco, el caso más famoso y reconocible de asesinato serial en México era el de El Goyo Cárdenas en 1940.

Fraser recuerda que ASARCO contaminó los cielos de Ciudad Juárez por medio de distintas emisiones tóxicas. En un artículo publicado en The New York Times de 1974 se lee que las autoridades mexicanas encontraron que alrededor de 8,000 niños mexicanos sufrieron de contaminación por plomo y otras sustancias en aquellos años. ¿Es posible explicar, parcialmente, los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez 20 años después debido a los efectos nocivos del plomo en los niños de aquella generación? ¿Es esta la pieza que faltaba?

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