Logo de Excélsior                                                        

Las guerras repetidas

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

Por Guillermo Fajardo

La escritura esforzada y esculpida de Eduardo Antonio Parra (Guanajuato 1965), repujada en la tierra seca y en las piedras de los desiertos mexicanos, alumbra a los personajes que crea y los inocula con el asombro de verlos vivos. Su narrativa me dejó con el olor quemante de las ascuas: los escombros que va sembrando acaban por quemarlo casi todo. Aun así, se columbran ciertas sorpresas. Y es que se equivocan todos aquellos que han visto en la narrativa del norte del país un lugar exclusivamente dedicado a la violencia o el narcotráfico. Parra demuestra, en medio de estas furias humanas, que también hay recovecos en donde es posible colar la misericordia o el perdón. 

Sus cuentos, reunidos en Sombras detrás de las ventanas (Ediciones Era 2011), son expulsados al mundo supurando todos los venenos —y también todas las curas— que Parra consiguió cuando la pluma encontró sus mundos. El guanajuatense se siente cómodo navegando bajo una luz ambarina. Esta escritura rocosa produce ciertos descubrimientos, como la materialización casi inmediata de las personalidades de sus personajes que encontramos instaladas como prefacios de historias que, inevitablemente, acabarán desbarrancadas.

Las tensiones que Parra enmarca bullen poco a poco, estirando al máximo la narración que, a cuentagotas, se desplaza de la violencia a la misericordia y de regreso. Sus personajes lucen siempre activados por penetrar las callejuelas, los desiertos o los ríos del norte del país, no tanto para escapar de algunos infiernos, sino para recuperar alguna inocencia recordada. Advierto un ardor en el guanajuatense por desdoblar sus mundos al instante, acaso por eso las historias de su libro de cuentos Tierra de nadie (Ediciones Era 2017) inician con la acción en la punta de los dedos. Las violencias ahí descritas vienen empañadas de efluvios diversos: son ejercicios narrativos embarrados de sudor, sangre, y saliva. Parra parece decirnos que es posible decodificar la violencia y darle un nombre, por mínimo que sea. Nombrar o recordar parecería ser el privilegio de las víctimas, pues la violencia no es sólo omnipresente, sino atemporal: sus escenas parecen durar una eternidad. El escritor se regocija con los segunderos detenidos, con la descripción minuciosa, la ansiedad que provoca esta nueva densidad del tiempo.  

La cuentística de Parra también tiene espacio para la misericordia, y le exige a la piedad un espacio para la empatía, como en El escaparate de los sueños, en donde un mexicano logra cruzar a El Paso por una serie de eventos fortuitos. Parra escribe con una rabia domeñada que no le rehúye a las pequeñas catástrofes. Viento invernal puede ser un ejemplo de estos apocalipsis en miniatura, en donde una madre soltera da a luz a un hijo en la soledad de su cuarto. El escritor también concentra su mirada en un sufrimiento esperanzado, como si el dolor fuese una penitencia necesaria para alcanzar cierto tipo de expiación, como en El Cristo de San Buenaventura. Incluso en cuentos pletóricos de nostalgia, como La piedra y el río, es posible palpar estas violencias invisibles: la migración forzada, la pobreza repetida, el recuerdo de lo precario. En este cuento, el protagonista, Zacarías, hará una memoria de su relación con Dolores, una viejecita que, como celadora eterna, ve sobre aquellos que cruzan el Río Bravo. 

En su novela más reciente, Laberinto (Literatura Random House 2019), Parra aborda la violencia con cierto terror al borde de la incredulidad. La historia sigue a Darío y a su profesor en el colegio, los cuales empiezan a recordar el día en que un comando armado llegó a El Edén, el pueblito en el que vivían, para iniciar una guerra contra el bando contrario. En medio de las balas, sus habitantes tendrán que arreglárselas para sobrevivir. Como un panóptico narrativo, Laberinto aspira a recordar todos los instantes de aquel evento. Parra insiste en la vulnerabilidad y en la fragilidad como formas permanentes de entender la catástrofe. La precariedad de la vida, sus huesos expuestos, el trasfondo de nuestros terrores, encuentran en Parra a su narrador, que decide arremeter, a cuentagotas, contra los estragos del abandono por parte del Estado. 

“Este es el que soy ahora, profe. Una ruina. Un fantasma. Igual que El Edén”. Eso le dice Darío a su profesor, dos espectros que vagan en el limbo abierto de la vida. Suspendidos en la memoria, narran lo sucedido con una calma capitular. Se saben derrotados y solo aspiran a buscar en la conversación alguna redención efímera. Ignoro cuántos litros de sangre han sido derramados por Parra a lo largo de esta obra nuclear, de aniquilamientos multiplicados, de un aliento olor a pólvora.

Lo cierto es que no hay funerales en estas guerras convocadas por Ares.

Comparte en Redes Sociales