Crónicas desenterradas
El lector de Herbert contempla el paisaje desde el asiento de copiloto.
Por Guillermo Fajardo / Escritor
Descubro en el Julián Herbert (Acapulco, 1971) de su libro de crónicas Ahora imagino cosas (Random House, 2013) a un escritor postal: aquel que le pide a la pluma la fidelidad del abrecartas para revelar contenidos otrora ignotos. En su crónica Acapulco Timeless, la escritura de Herbert no es la prosa hermética, barroca y pachanguera de Ricardo Garibay en su exploración del puerto, sino un registro templado, inesperadamente patibulario, pero lo bastante sereno como para que el lector mexicano registre, asimile, contemple, y finalmente reconozca los ambientes parasitarios y colmilludos que han asolado a Acapulco desde hace tiempo. No tengo nada contra los acapulqueños: yo me cuento entre los de su tribu y tengo familia allá.
Este libro de crónicas revela a Herbert como un escritor motorizado, aquel al que no le importa pintar de un brochazo vial largas zonas de la experiencia humana. Es decir: su escritura viaja en coche y el lector contempla el paisaje desde el asiento de copiloto. Encuentro en Herbert la tentación de desaparecer entre líneas: acercarnos y admirar aquellos “negros icebergs rellenos de luz artificial que se pudren de miedo bajo la noche sola”, como escribe en Acapulco Timeless, un registro perfecto del puerto y la pesadilla estética de lo mexicano y los viajes perennes entre modernidad y decadencia que nos iluminan y ensombrecen (así como el uniforme de Jorge Campos: sospechamos de tal despliegue multicolor al mismo tiempo que admiramos el temple y la gracia de quien lo porta, un colibrí que salta para detener balones).
En Ahora imagino cosas, crónica que da título al libro, Herbert transforma su prosa en un viaje alucinógeno de imágenes recortadas que transitan entre el fútbol como memoria personal, el erotismo, y un magma caliente de emociones que se revelan por medio de claroscuros. Lo opuesto sucede en Shanghái Lounge, es decir, la prosa ilumina una metrópolis por medio de la mirada de pirata de Herbert —todo turista aspira al motín de la fotografía y al descubrimiento de una ciudad cualquiera bajo los auspicios de una nueva mirada— y el cambio generacional en aquel país asiático y la pregunta, siempre escondida, de si México no puede aspirar a más. En Radio desierto, la juventud aparece como motivo de fondo, sólo para revelar su patética cara: Herbert narra su brevísima vida como integrante de una banda “sin género, sin fans” que termina cuando en un concierto en la Plaza de Armas, en Saltillo, se va la luz y una “gigantesca Coca-Cola inflable cae sobre el baterista”, revelando la futilidad de los intentos caseros por transformar nuestras sensibilidades en arte, el fracaso es el gran aprendizaje de los artistas.
En El camino hacia Mazatlán, Herbert trae a escena uno de los temas más antiguos de la literatura: el viaje. Lo hace con un tono demudado, acaso agazapado y un tanto cauteloso, pues los viajes traen de compañera a la nostalgia, ese trance místico que nos arrulla, pero que también nos pone en alerta. El pretexto siempre será la memoria. Y Herbert tiene buenas razones para recordar este viaje: habla sobre sus problemas de adicción, los cuáles lo llevaron a un abismo, tal vez del mismo tamaño del que se contempla cuando uno pasa sobre el Baluarte, un puente “que hasta el 2016 era el de mayor distancia de caída en el mundo” en la carretera federal Durango-Mazatlán. El camino a Mazatlán —como todo viaje— representa para Herbert un viaje hacia sí mismo que inevitablemente nos lleva al teatro de las contradicciones: como nosotros, las ciudades también cambian, se desmoronan, se revitalizan. Y Mazatlán no es la excepción.
En Ñoquis con entraña, Herbert viaja a Chile, a una conferencia académica en Talca “a recolectar la historia de Aylin”, una joven nacida en el norte de Talca en el año 2000 en la colonia Las Américas, una zona empobrecida y con problemas de drogas. Aylin sufre de adicción. Es internada. Cuando sale, en diciembre de 2018, desaparece después de una cena de Navidad. Su cuerpo es encontrado más tarde. Es en este momento cuando Herbert encuentra una culpa, pues con tanto feminicidio en México, ¿por qué viajar al fin del mundo para narrar uno?
Finalmente, en La leyenda del Fiscal de Hierro, Herbert narra la historia de Salvador del Toro en los turbulentos años 70 en Nuevo Laredo. A Herbert no le conmueve ni la densidad ni las fracturas o las ambigüedades de la historia, sobre todo las criminales. Herbert lo reconoce así: “Las guerras son también mercados de secretos”. Aquí se entrelaza el narco, la corrupción, la ambición y la figura del Fiscal de Hierro, un rarísimo emblema de la justicia en México, que casi siempre tropieza porque no puede ver bien.
Este libro podría resumirse en aquello que escribe Herbert en una de las crónicas, un deseo íntimo y mínimo, tan importante como necesario: aspirar “a un momento no del todo vulgar”.
