Logo de Excélsior                                                        

Edith

Opinión del experto Comunidad

Opinión del experto Comunidad

Por Gerardo Laveaga* 

 

Mi madre aborrecía a Edith González. No a la actriz, desde luego, sino al personaje que ella encarnaba en Los ricos también lloran (1979). Atribuía a aquella niña malcriada la rebeldía de mi hermana quien, por esos años, atravesaba su adolescencia. Su convicción la llevó al extremo de prohibir la telenovela en casa.

Aunque nunca llegué a verla ahí, esa fue la primera vez que supe de Edith. Me llamaron la atención sus agudas entrevistas, donde invariablemente citaba a Rulfo y a Dostoyevsky, a Juan José Arreola y a Víctor Hugo. Su cultura y donaire contrastaban con la frivolidad de muchas de sus colegas.

A tal grado me impresionó que, cuando coordiné Juventud en la paz, libro que publicó el CREA, con motivo del Año Internacional de la Juventud (1985), me empeciné en que Edith participara. Busqué a Demian Bichir, con quien tenía una vieja amistad, y no cejé hasta que él me la presentó.

Nos hicimos amigos con desconcertante facilidad. Me cautivó que, a su inteligencia y belleza, sumara su sensibilidad y preocupación por las causas más progresistas. La primera vez que fuimos a comer, al Raffaelo de la Zona Rosa, me habló de su indignación por la forma en que marginaban a las mujeres en algunos países de occidente.

Admito, no obstante, que lo que más recuerdo de ese día fue que, de pronto, llegara a la mesa una botella de vino. “No la pedimos”, balbuceé. “Se la mandan de aquella mesa”, explicó el mesero, señalando a quienes la habían enviado. Edith la agradeció con una sonrisa encantadora. Al rato, de otra mesa, llegó una botana. Al final, de una tercera, un pastel. Nunca había tenido una experiencia semejante…

Fuimos juntos a innumerables conciertos de música clásica y a eventos culturales. Sostuvimos largas, larguísimas, conversaciones sobre literatura y cine. Disfrutaba la pintura y las artes plásticas, al tiempo que le inquietaban las matanzas indiscriminadas de focas en el polo norte y la carrera nuclear.

Solía estar rodeada de artistas e intelectuales. Su casa evocaba, inevitablemente, aquellos salones de la Francia prerrevolucionaria —un país que a ella la encandilaba— donde medio mundo se reunía para hablar de política y disertar sobre lo que convenía y no convenía a la ciudad, a la nación y a Europa.

Una sola vez tuvimos un desencuentro: saliendo de la inauguración del Auditorio Nacional, un grupo de personas nos rodeó para pedirle autógrafos. Diez, veinte, treinta… La vi abrumada. Entonces engolé la voz y anuncié: “Sólo cinco más”. Si bien Edith accedió, más tarde me lo echó en cara: “No vuelvas a hacer eso: me debo a mi público”. Tenía razón.

Edith me acompañó a la presentación de mis libros y yo a casi todas las obras de teatro que protagonizó. Siempre admiré su capacidad para dar vida a personajes disímbolos

—la amante despechada, la esposa fiel, la heroína ciega, la hija suicida…— y aplaudí su versatilidad.

Me atreví a sugerirle que representara papeles clásicos, pero ella estaba comprometida con la experimentación, deslumbrada por lo nuevo; con lo que iba a verse mañana y no con lo que se veía ayer. Fuimos testigos de nuestras respectivas bodas —nunca la vi tan feliz como cuando se casó con Lorenzo Lazo— y no creo aventurado afirmar que influimos mutuamente en nuestras vidas.

En agosto de 2016, la invité a ella, a Olga Sánchez Cordero y a un grupo de amigos a comer a casa. Al despedirse, se aproximó a mí y me susurró: “Voy a decirte un secreto. No puedes contárselo a nadie: tengo cáncer”. Me quedé helado. Naturalmente, no dije una palabra.

A los pocos días, ella lo hizo público. Pero con tal entereza, con tal convicción de que derrotaría a “el monstruo”, como le llamó, que yo festejé sus declaraciones. Cuando apareció sin pelo en la portada de una revista, le llamé para felicitarla: “Qué bueno que te hayas convertido en ejemplo de valentía y determinación”. Fue inspiración para miles de personas que padecían un calvario como el suyo.

Cuando hablábamos de su mal, ella lo abordaba desde un punto de vista médico. Me explicó, con tono doctoral, que ciertas células estaban destruyendo algunos tejidos y cómo se iba a remediar aquello. Describió con detalle lo que ocurría al interior de su cuerpo y lo que pronto iba a suceder. “Ya le ganamos al monstruo”, me anunció al cabo de un tiempo.

Pero éste volvió y ella volvió a darle batalla. Me hablaba de su lucha y de su frustración. Pero siempre con una esperanza que nunca imaginé que pudiera quedar defraudada. Cuando la vi en Entre mujeres, a principios de este año, la encontré radiante. “Ahora sí derroté al monstruo”, exclamó gozosa.

No lo hizo. La noticia de su muerte me ha sorprendido… y me ha desolado. Más allá de mi amistad con ella, estoy convencido de que, con su muerte, México ha perdido a una gran actriz y, también, a una de esas mujeres a las que nunca estorba el adjetivo formidable. Au revoir, Edith!

 

Comparte en Redes Sociales

Más de Opinión del experto Comunidad