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La cultura de la corrupción

Humberto Musacchio

Humberto Musacchio

La República de las letras

Entre los muchos obstáculos que afronta el actual gobierno federal está la corrupción, un cáncer que corroe el aparato estatal, que beneficia a políticos impresentables de todos los partidos y lesiona gravemente la convivencia social.

Para el político que aspira a hacer una carrera exitosa, la corrupción lo dota de recursos suficientes para mantenerse en la jugada. En tiempos de vacas gordas, las cosas suelen marchar más o menos bien. El problema se presenta cuando llega el desempleo y se pierde la posibilidad de meter mano en los fondos públicos. De ahí la necesidad de pertrecharse para las épocas de vacas flacas y, sobre todo, para financiar las actividades que permiten establecer y cultivar relaciones que, a su vez, posibilitan el regreso a los cargos con proyección social.

Durante el largo reinado del PRI-gobierno, como le llamaban, se consideraba a esa dualidad el origen de la corrupción, y si bien es cierto que propiciaba y hasta promovía el enriquecimiento ilícito, no es exacto atribuirle el origen del latrocinio y el cochupo, que se remonta a los primeros días de la Conquista. Para Cortés y sus compinches estaba claro que debían apoderarse de cuanta riqueza se cruzara en su camino, pues debían enviar a la metrópoli la mayor parte de lo robado, pero siempre teniendo buen cuidado de quedarse con no poco del oro y hacerse de propiedades.

Durante el periodo colonial se hablaba en la península de “el unto de México”, de la acción de untar la mano de funcionarios de todo nivel para comprar disimulos, abrir puertas, ganar aliados o bien, obtener impunidad. Algo muy parecido a lo que hoy ocurre, pues quien puede pagar elude la cárcel, a menos que exista consigna ineludible.

En ese ambiente de componendas, resulta común que durante años y sexenios las autoridades hubieran cerrado sus ojitos ante el enriquecimiento exponencial de personajes como Mauricio Toledo, pese a que en varios casos fue señalado públicamente por la posesión de bienes de inexplicable origen (o, más bien, de origen muy explicable). Al parecer, Toledo, nacido en México, de padres perseguidos por la dictadura de Pinochet, muy pronto renegó del ejemplo de sus progenitores y optó por acomodarse a la cultura de la corrupción.

Muy presente se halla también el caso de Ricardo Anaya, quien (me baso en los datos expuestos por el columnista Julio Hernández) adquirió, por diez millones de pesos, una propiedad en Querétaro, misma que luego vendió en 53.7 millones a una supuesta empresa llamada Manhattan Master Plan Development, firma creada en 2016 con un capital de apenas diez mil pesos de dos “accionistas”, un modesto chofer y su esposa. Para colmo, para “legalizar” la venta se falsificó la firma de un notario, o al menos eso dice Salvador Cosío Gaona, quien es el aludido.

Actividades de ese corte han permitido al excandidato presidencial panista tener residencia en México y en Estados Unidos, donde vive su familia y estudian sus hijos en escuelas que no cuestan cinco centavos. Por eso, autocalificarse de perseguido político está lejos de ser creíble. Es un perseguido por la ley y debe responder ante la justicia.

Los fundadores del PAN se deben estar revolcando en sus tumbas, pues no se olvide que una bandera de aquellos hombres era la batalla contra la corrupción. Incluso la vida personal de los próceres azules fue o pretendió ser modelo de decencia. Manuel Gómez Morin, quien fue rector en 1933-34 de la Universidad Autónoma de México (entonces había perdido lo de “Nacional” en el nombre), renunció porque “no era posible para mí —diría— seguir allí: yo ganaba trescientos pesos que, además, no recibí. Por otra parte, perdí catorce kilos de peso en dos años”.

Harán bien los azules en no salir en defensa de Anaya. Debe ser él quien se defienda. El PAN tiene una tradición que defender.

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