Benito, hijo de Benito

Su sujeto es la “dignidad e identidad boricua” y su verbo es “poner la fama al servicio de Puerto Rico”.

Gustavo Rivera

Gustavo Rivera

Cinco Elementos

La política de 2025 ya no se decide en las urnas, sino en el diseño de la experiencia. En un mundo de cultura uniforme —donde cada “momento” está optimizado para Instagram—, Bad Bunny destaca por lograr lo contrario: utilizar el espectáculo global para fabricar significado local. Su poder no radica en pedir el voto, sino en una hazaña mucho más compleja: convertir la protesta en producto sin desactivar su carga explosiva.

La prueba de fuego fueron sus recientes ocho fechas en el Estadio GNP Seguros de Ciudad de México. Medio millón de personas no sólo asistieron a un concierto; entraron a un ecosistema narrativo curado bajo una premisa estratégica brutalmente simple: “Primero PR”. El escenario no era una tarima, sino una trinchera estética dominada por “La casita”, una réplica de vivienda puertorriqueña que funcionó como símbolo de resistencia.

Esa casita importa porque encuadra el conflicto sin dar cátedra. No es un Excel sobre gentrificación o los fallos de la red eléctrica que asolan a la isla; es un hogar a la vista de todos, obligando al espectador a decidir si la vivienda es una mercancía o un derecho humano. Cuando la escenografía detonó quejas por visibilidad, la respuesta fue abrir la sección “Los vecinos”: una corrección del mapa en tiempo real. Benito no sólo canta; urbaniza el estadio.

Este atrevimiento no es improvisado. Responde a un posicionamiento estratégico claro: reconfigurar el poder cultural. Benito aprendió temprano que lo político se construye con narrativas transmedia. En 2019, durante las protestas del #RickyRenuncia, su tema Afilando los cuchillos no fue sólo música, fue una herramienta de coordinación cívica. En 2022, transformó el videoclip de El apagón en un documental sobre el desplazamiento de comunidades, haciendo periodismo afectivo. Y en 2020 usó el prime time de Jimmy Fallon para denunciar el asesinato de la mujer trans Alexa Negrón, vistiendo una falda y una camiseta con mensaje explícito.

Para 2025, su enunciado estratégico ha madurado. Su sujeto es la “dignidad e identidad boricua” y su verbo es “poner la fama al servicio de Puerto Rico”. En sus propias palabras, la tesis es defensiva: “No me estoy metiendo en la política; la política se mete en mi vida”. No busca ser líder de opinión, sino escudo frente al imperialismo renovado de Estados Unidos y las fuerzas gentrificadoras de la globalización de algoritmos.

Otra capa vital de su comunicación es la gestión de la atención. Al pedir a 65 mil personas que guarden el celular y vivan el momento, Benito impone una disciplina cultural. Suspende el circuito de contenido digital y devuelve al ritual su función original: pertenecer, no grabar. En tiempos de pantallas, exigir silencio visual es casi una reforma electoral.

La paradoja —y el mérito— de la comunicación de Bad Bunny es que la protesta circula dentro del capitalismo cultural más brillante sin evaporarse. Lo local no queda como postal folclórica, sino como argumento exportable. Cuando logra que un estadio mexicano cante sobre la identidad boricua como si fuera propia, no hace propaganda; está fabricando un “nosotros” con contenido.

 

Bad Bunny domina la traducción entre medios: de la canción al símbolo, del símbolo al ritual, y del ritual a la conversación pública. En una era de liderazgos vacíos, su capacidad para reconfigurar el poder cultural es, quizás, la forma más moderna y efectiva de hacer política.

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