Logo de Excélsior                                                        

La revolución que no fue

Cecilia Soto

Cecilia Soto

La discusión sobre la iniciativa del INE para que en el reparto de las diputaciones plurinominales se respete lo más cercanamente posible el voto del electorado y de ninguna manera se rebase la disposición constitucional que limita a 8% la sobrerrepresentación de ningún partido aporta sustancia para entender los principales errores del régimen. El Presidente cree firmemente que la mayoría de la población votó por su proyecto revolucionario y, por tanto, tiende a actuar en consecuencia. Aquellas disposiciones legales que retrasen o francamente detengan los cambios que él considera pertinentes caen en la categoría de desechables. En ese tenor, algunos de sus seguidores argumentan que si el apartheid, el antisemitismo y el esclavismo estaban inscritos en las constituciones o leyes de África del Sur, Alemania y Estados Unidos, respectivamente, no siempre “la ley es la ley”. De donde se desprende que no siempre hay que respetarla.

El Presidente fue transparente en su defensa de la intentona por alargar ilegalmente el periodo del actual presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). La disposición constitucional del artículo 97 es poca cosa frente a las demandas de la reforma judicial que, según él, sólo puede llevarse a cabo por un hombre, aunque ese hombre difícilmente podría estar de acuerdo. Es tan obvio que este argumento puede extenderse a su propia labor como titular del Ejecutivo y más cuando, según él, encabeza una transformación que merecerá un reconocimiento estelar en el futuro, que no le dedicaré más espacio. Lo mismo puede decirse de la frenética militarización del país que viola lo acordado en la discusión sobre la Guardia Nacional. O la destrucción de los fideicomisos dedicados a la ciencia, la investigación y desarrollos metropolitanos y municipales para poder construir un electorado fiel mediante el reparto de dinero.

Pero resulta que en las elecciones de 2018 el electorado no votó por ningún cambio revolucionario. Votó mayoritariamente, en 53%, por el candidato presidencial de Morena y una plataforma que enfatizaba el combate a la corrupción y la primacía de los pobres en los programas de gobierno, propuestas muy positivas, pero que no representan un cambio de régimen. Por ejemplo, su plataforma no alegaba que la separación de poderes representaba una carga negativa para su proyecto o que el federalismo era cosa del pasado. Y, sin embargo, su gobierno exacerba el centralismo a costa del federalismo e intenta, una y otra vez, someter al Poder Judicial.

En 2018, el electorado le dio un voto mayoritario a la oposición en la Cámara de Diputados, con 56.4% y un voto minoritario a la coalición de Morena, con 43.6 por ciento. Para la Cámara de Diputados, 28.9 millones votaron por la oposición y 24.5 por la coalición que gobierna ahora. De alguna manera, el electorado dijo: démosle la oportunidad a López Obrador, pero pongamos un contrapeso en la Cámara de Diputados y otro en la Cámara de Senadores, donde no tiene mayoría calificada. Ya ha explicado el consejero Ciro Murayama, a través de cuáles ardides y trampas, la coalición de Morena consiguió una mayoría francamente anticonstitucional. En estricto sentido, todo lo aprobado por la Cámara de Diputados en esta LXIV Legislatura tiene un fuerte tufo de ilegalidad que es expresión del mismo síndrome revolucionario: nuestro proyecto es tan superior y de importancia histórica mundial que bien vale la pena hacer trampa y violar la Constitución.

En su toma de posesión, el presidente López Obrador juró guardar y hacer guardar la Constitución porque explícitamente le reconocía legitimidad. La Constitución provee en el artículo 39 la posibilidad de un cambio de régimen y ofrece una hoja de ruta para realizar estos cambios que no es la de las violaciones abiertas a la Constitución. Las referencias a constituciones que albergan monstruosidades como el esclavismo, el antisemitismo o el apartheid no son buenos ejemplos para justificar la falta de respeto al Estado de derecho. En Estados Unidos, la legalización escondida del esclavismo (la palabra nunca se menciona en la Constitución) sólo era obedecida en el sur; no era una norma nacional y dejó de serlo en 1865 con la Enmienda XIII impulsada en medio de la Guerra Civil por Abraham Lincoln. Las disposiciones antisemitas en la Alemania nazi se impusieron cuando el régimen de Hitler había abandonado toda pretensión de legalidad y era, en la práctica, una dictadura. Hasta 1991, la población negra de África del Sur, que representaba casi el 80%, no tenía derecho al voto. Desde el derecho internacional, el apartheid era claramente una ilegalidad.

El principio de separación de poderes es lo primero que se sacrifica cuando se considera a la democracia un estorbo. Se le mina abierta y paulatinamente. En asuntos relevantes, como gobernar a un país grande y complejo como México, siempre piensan mejor tres cabezas que una.

Comparte en Redes Sociales