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La ciencia, madre y espejo de la fraternidad

Antonio Peniche García

Antonio Peniche García

Desde la penumbra

En torno de la esencia,
está la morada de la ciencia.

Platón

 

Lo fraterno, aunque pudiera suscribirse a un tema emocional, tiene su fundamento racional y científico... Spinoza lo expresa con una luminosidad esplendorosa (valga el pleonasmo)... “Ir hacia el otro, es un acto de razón”. Pero quisiera ir más allá y con la ciencia como mi linterna.

En el hermoso libro La más bella historia del mundo, concurren tres eminentes científicos. Trataré de sintetizar algunos de los comentarios y frases que me parecen de suma trascendencia y que, bajo mi humilde opinión, dejan entrever la fraternidad científica que nos une. Esto no exime, de ninguna manera, la recomendación de la extraordinaria lectura. El primero, Hubert Reeves, astrofísico canadiense, exdirector de Investigación del Centro Nacional para la Investigación Científica, la institución de investigación más importante de Francia, afirma lo siguiente: “El espacio, en sus orígenes era un verdadero laboratorio de química. Bajo el efecto de la fuerza electromagnética, los electrones orbitan alrededor de los núcleos atómicos para formar los átomos (...) Átomos que, más tarde, en la Tierra, se combinarán para formar organismos vivientes. Somos verdaderamente polvo de estrellas”.

El segundo, Jöel de Rosnay, francés, doctor en Ciencias, escritor científico, exinvestigador asociado en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) en el campo de la biología y la infografía, y exdirector de Aplicaciones de Investigación en el Instituto Pasteur de París, establece: “Hace 4 mil 500 millones de años, dentro de la continua lluvia de moléculas que riega la Tierra, existen aminoácidos y ácidos grasos. Dos moléculas, el formaldehído y el ácido cianhídrico jugaron, al parecer, un papel importante en esa época: sometidos a rayos ultravioletas, estos dos gases dieron nacimiento a dos de los cuatro fundamentos que más tarde darían origen al ADN, soporte de la herencia (...) Nuestro cerebro, con sus tres capas: la más primitiva, la reptiliana; la segunda capa, el mesencéfalo, y la tercera, el córtex cerebral, conservan la memoria de la evolución, de nuestros genes. Y la composición química de nuestras células es un pequeño trozo del océano primitivo. Hemos guardado, en nosotros mismos el medio del cual provenimos. Nuestros cuerpos cuentan la historia de nuestros orígenes”.

Por último, Yves Coppens, reconocido paleontólogo francés, uno de los descubridores de la famosa Australopithecus Lucy, encontrada en África en los años 70. “Hace 35 millones de años aparecen los primeros verdaderos ancestros comunes al hombre y a los grandes primates, los primates superiores. Éstos se encuentran aislados en África, lo que aboga en favor de un origen único del linaje del hombre... El hombre partió de un pequeño hogar africano, se expandió lentamente en África, después en el mundo entero y actualmente ha hecho una ligera incursión en el sistema solar... Poseemos un origen único: todos somos africanos de origen, nacidos hace tres millones de años, y eso nos debería incitar a la fraternidad”.

Puede ser perturbador para unos. Maravilloso, estremecedor para los más. Cuando ponemos en perspectiva lo que somos y el tiempo de nuestra estancia en este pequeño planeta azul, sólo nos queda ser humildes y mesurados. “Si comparamos los 4 mil 500 millones de años de nuestro planeta con un solo día de 24 horas, y suponiendo que éste haya aparecido a las 0 horas, la vida nace a las 5 de la mañana y se desarrolla durante toda la jornada. Solamente hacia las 20 horas, aparecen los primeros moluscos. Después, a las 23 horas, los dinosaurios, que desaparecen a las 23h 40, dejando el campo libre a la rápida evolución de los mamíferos. Nuestros ancestros no surgen hasta dentro de los cinco últimos minutos antes de terminar el día y ven duplicar el volumen de su cerebro en el último minuto. ¡La Revolución Industrial ha comenzado hace apenas una centésima de segundo!” (Hubert Reeves).

Después de la fase cósmica, química, biológica, estamos accediendo a la conciencia de nosotros mismos y que se vuelve colectiva. Estamos creando un macroorganismo planetario que engloba a todo el planeta. Posee su propio sistema nervioso. El internet es un embrión de un cerebro global, creado de sistemas independientes y que relaciona a los hombres a la velocidad de la luz y ha transformado nuestros intercambios y nuestra vida. Es imperante encontrar la armonía entre la Tierra y la tecnología; entre la ecología y la economía. Nuestra historia nos obliga a hacer un alto en el camino, para darle a la humanidad una dirección. Sin duda, sensatez y sabiduría deben ser priorizadas. Comprender que la muerte es una lógica y necesidad de la vida. Es un fenómeno ineluctable. A pesar de todo y siguiendo el principio científico de que “la energía no se crea ni se destruye, solamente se transforma”, podríamos asegurar que, como las estrellas, al morir una supernova, engendra otras estrellas, al morir cada uno de nosotros, nuestra energía seguirá evolucionando y engendrando vida...

Albert Cohen expresa maravillosamente la necesidad de fraternizar durante nuestra estancia terrenal: “Que esta espantosa aventura de los humanos que llegan, ríen, se mueven y luego, de pronto, no se mueven ya; que esta catástrofe que les aguarda no nos haga más tiernos y compasivos los unos con los otros, es algo increíble”. Y me atrevo a decir que el poeta Hölderlin puntualiza de manera soberbia: “La conexión de lo infinito y de lo finito es, sin duda, un misterio sagrado, porque esa conexión es la vida misma”.

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